Jove Hudson: El sentido de la vida

Capítulo X

—Inhale —Moví el estetoscopio un poco más a la derecha—. Contenga el aire. Suelte. Inhale. Más. Un poco más. Perfecto. Eso es todo —concluí colgando el estetoscopio alrededor de mi cuello—. Usted está de maravillas, señora Hughes.

Parecía mentira que una mujer de su edad estuviera tan bien con todo ese historial médico. La vida la consumía de a poco, es cierto, pero su corazón latía con tanta fuerza y a un ritmo tan armonioso, que cualquiera dudaría siquiera en creer todo lo que tenía. Era un claro ejemplo de que a veces basta con enamorarse de la vida y luchar todos los días por un segundo más. Claro que la gente que da por hecho que tiene un par de muchos años asegurados por su juventud no lo entiende. Porque nadie se vuelve realmente consciente de que en el mundo hay niños como Milo que no llegan siquiera a los diez años.

La vida nunca fue justa —me repetí entonces ante aquél pensamiento. Siempre lo hacía. Era una forma de consolarme y entender por qué no había podido disfrutar de Evan tanto como había querido. Demasiado rápido me lo arrebataron.

Una vez leí algo que me pareció un tanto perturbador, pero que si lo hubiera analizado con más calma hubiera sido útil para ahorrarle dolor a mucha gente, incluso a mí misma.

En uno de esos libros que llegan a uno sin entender muy bien por qué, había un pasaje que decía lo siguiente:

(…) nadie se explicaba cómo de dos personas nada bonitas (…) pudo nacer una hija de tal manera graciosa como lo era la pequeña Matilde. Se diría que la naturaleza se equivocó y que, más tarde, descubriendo el engaño, trató de enmendarlo haciendo desaparecer a la criatura.

José Saramago.

La historia contaba la vida de un matrimonio insípido que había perdido a su hija por una meningitis. La novela no trataba específicamente de aquello y nunca supe explicarme cómo de todo ese universo lo único que nunca olvido es ese pasaje. Es que en sí, había entrelazadas muchas historias, pero la de Justina y Caetano era una de mis favoritas, porque podía sentir la tristeza de Justina al perder a su hija, me sentía como ella, un ente y hasta a veces me compadecía de ella por soportar la vida al lado de una persona que no amaba. Quizá por eso era mi favorita y no quiero decir que Mathew y yo llevábamos una rutina como la de ese matrimonio, pero a veces consideraba que él y yo realmente no estábamos destinados a estar juntos por mucho amor que decíamos tenernos.

Evan era de alguna forma la pequeña Matilde. Quizá con nosotros había sucedido lo mismo que con ese par de Claraboya. No es que hubiéramos sido “para nada bonitos”, pero Evan se merecía una vida con amor de verdad. Un poco rebuscado lo mío, ¿no?

—El niño que ahora está en intensiva —escuché irrumpiendo en esa maraña de pensamientos que había estado teniendo entonces. Sabía que antes de aquello había habido un pequeño discurso introductorio pero no estaba al tanto de qué era exactamente.

—¿Cómo? —pregunté sin entender muy bien.

—Que si sabes algo del pequeño.

—¿Milo?

—Sí, sí. El del padre gruñón —reí—. He charlado con él en la quimioterapia. Me dio tanta pena. Es tan pequeñito.

—Bueno, todavía no lo he visto. No puedo hasta que termine con la ronda. Pero estoy muy involucrada en el caso. Milo es… —suspiré—. No hay mucho por hacer, señora Hughes. Pero, seguramente si él tiene tantas ganas de vivir como usted, saldrá adelante o por lo menos resistirá un poco más.

— La vida es injusta, Anna.

—La vida nunca fue justa, señora Hughes.

—De todas formas, a veces las pequeñas almas se sacrifican por los ingenuos. La aparición de Milo no es en vano, espero que sepas entenderlo.

—¿Cómo?

—Que a lo mejor… Nada. Ve, anda.

Y otra vez el pensamiento de Matilda, de Evan, de Justina, de Mathew. Ingenuos.

 

Dos pisos arriba el señor Hudson esperaba que el doctor Locke le diera el okey para estar con su hijo toda la mañana. Por las tardes se ausentaba y ahora entendía por qué: tenía que cumplir seguramente las cinco horas restantes del fin de semana o las diez completas cuando pasaba todo el sábado con Milo. En ocasiones mudaba su oficina de trabajo a la cafetería del hospital y cada tanto volvía a la habitación de Milo para asegurarse de que su hijo respiraba todavía.

—Buenos días —exclamé.

El señor Hudson estaba perdido en el horizonte de las paredes blancas de intensiva. Su mente, yo lo sabía por experiencia propia, divagaba entre un sinfín de posibilidades que oscilaban entre la vida y la muerte. ¿Qué seguiría después? Aun cuando se aferrara a la posibilidad más esperanzadora, no sabría qué hacer, cómo seguir. Seguramente estaba cansado, llevaba una vida poco humana, esclavizante, y también seguramente, a pesar del cansancio, si su hijo desaparecía preferiría mil veces seguir llevándola para no darse el lujo de sobrevivir.



#26872 en Otros

En el texto hay: enfermedad, amor, cancerinfantil

Editado: 09.06.2019

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