Se decía que la magia era una de las mayores bendiciones que los dioses le habían otorgado a cierta parte de la humanidad desde el principio de la creación, con tal de no dejarlos desamparados, y que muchos Desprovidos —personas sin poder—, desearían con cada fibra de su ser. Y, más aún, poseer un vínculo forzado con un dragón, enormes bestias que batían sus alas como deidades bajando del Alípe.
Pero, aun así, no todos ostentaban el privilegio de usarla, a pesar de haber nacido con ella en cada parte del cuerpo. No se necesitaba forzar demasiado la mente para descubrir quienes eran: esos desgraciados limitados eran las mujeres.
Siempre éramos nosotras las limitadas, a diferencia de los varones, a los que nunca se les cuestionaba nada de lo que hacían o decían. Porque, según ellos, no eran cosas de mujeres. Porque, según ellos, teníamos otras responsabilidades más tradicionales, como atender el hogar y ser complacientes siempre con nuestros maridos. Y, porque, según ellos, cada ser que nacía con una vagina entre las piernas debía ser obligado a contraer su magia, como si se tratara de un pecado imperdonable. Ellos podían usarla siempre. Nosotras no.
Podíamos ejercer ese poder si contábamos con el permiso de nuestros progenitores hombres, o peor aún, de nuestros maridos —cohibiéndonos a simples bestias salvajes que necesitaban un domador fuerte para lograr sobrevivir—, cuando éramos obligadas a casarnos en contra de nuestra voluntad, casi siempre siendo apenas unas niñas que no sabían diferenciar las cosas que sucedían a nuestro alrededor.
Nadie se osaba a mirarnos como personas, ni como individuos cuyos pensamientos lógicos e independientes eran lo suficientemente poderosos como para poder opinar en los diversos temas que regían al imperio. Florecíamos como simples úteros con piernas bonitas que solo servían para conservar la especie humana y así procrear a más varones líderes que pudieran mandar tal cual un emperador, aunque sin un gran castillo lleno de oro, mucho menos una gigantesca corona.
No obstante, podría decir que eso no era lo peor de todo. En el caso de las hermosas hembras con alas negras de cuervo —conocidas por todos en el mundo como brujas—, la situación se tornaba aún más cruel, pues eran pocas y, cada vez que una aparecía, la cazaban como a una rata salvaje hasta llevarla a la muerte, en la Plaza de las Mil brujas, donde siempre se les condenaba públicamente por sus actos.
Reconocerlas no era una tarea difícil, ya que sus cabelleras, mayormente onduladas y brillantes, solían rozar el suelo, y esa belleza que poseían era inquietante, casi irreal. No era la dulzura de una doncella, mucho menos la elegancia de la nobleza, sino algo más profundo que lograba erizar la piel de quienes las miraban fijamente.
Pero esa belleza que las hacía destacar entre tantas otras mujeres en el mundo no era una bendición de los dioses; era una maldición, puesto que esa diferencia que las hacía únicas, también las marcaba para toda la eternidad. Las volvía blanco de miradas sucias, de comentarios repulsivos, de manos que no sabían respetar.
Y eso, según conocía, las empujaba al extremo: muchas preferían desfigurarse el rostro, llenarse la piel de cicatrices, con tal de dejar de ser deseadas. Porque ser vistas con asco, en la mayoría de las ocasiones, era la única forma de mantenerse con vida en el mundo.
—Por la traición de los hombres, maldigo a mi linaje saturado de asesinos —comenzó aquella mujer con una voz suave que me hizo estremecer, mientras de sus labios, un líquido espeso de color negro se hacía presente—. Que todas las mujeres que nazcan bajo mi estirpe lleven en su piel el dolor de las cadenas que me apalearon brutalmente; en sus pensamientos, el eco de las palabras nauseabundas de esos varones pronunciadas hacia mí; en sus vientres; el dolor que sintió el mío al llevar un hijo no deseado; y en sus almas, la sombra de mi injusta condena.
No sabía quién era esa mujer, ni por qué estaba atada con varias cadenas gruesas en todo su cuerpo lastimado. Tampoco sabía por qué experimentaba tanta compasión hacia ella, como si quisiera liberarla de todo ese sufrimiento. Y tampoco sabía por qué la veía.
—Serán víctimas de amores cercenados —continuó ella—. De la barbarie de una corona que jamás las querrá ver siendo libres y fuertes como aquellos que se arrastran por ese oro lleno de sangre maldita.
—¿Acaso estás maldiciendo a tu familia, bruja desquiciada? —preguntó uno de los prisioneros, de cabello enmarañado, y cuyas manos temblorosas y llenas de tierras, sujetaban los barrotes.
—Pero ese sufrimiento no será en vano —siguió la mujer, ignorando al hombre que se burlaba descaradamente de ella—. Porque un día, bajo la luna roja que cubre los cielos de este imperio maldito cada dos ciclos, nacerá una cuya sangre me devolverá a la vida.
Era extraño que la luna sangrara sin ningún motivo, pero había noches demasiado oscuras donde un resplandor rojizo cubría cada centímetro de su superficie. Era un evento tan aterrador que, según mi abuela, nadie deseaba presenciar jamás, porque durante esas noches ocurrían cosas imposibles de explicar, incluso para los más sabios. Y si ellos no tenían el conocimiento de por qué sucedían aquellas cosas, ¿qué nos hacía pensar a los demás que podríamos tenerlo?
—Será sangre de mi sangre. —Su voz me sacó abruptamente de mis pensamientos. Entrecerré ligeramente los ojos, observándola con un nudo doloroso en la garganta—. Su carne se volverá mi carne. Su alma se unirá a mi alma. Y su vida… su vida será la mía.
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Editado: 25.11.2025