01 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua
Día de Lluvia, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
CATHANNA
Cuando mi cuerpo fue vendido, no derramé ni una sola lágrima, no pataleé, ni hice el más mínimo reclamo, porque tenía presente, desde el momento en el que tomé conciencia, que mi alma sería comprada con muchísimo oro. Solo me pregunté cuántas partes de mi cuerpo aguantarían los golpes violentos que él me daría cuando me atreviera a desobedecer su mandato. Cómo lo hacía mi padre con mi madre por cualquier cosa que ella hiciera mal. Cómo lo hacía mi abuelo con mi abuela por cosas que no lograba entender. Y mis tíos con sus esposas, y posiblemente… mi hermano, cuando decidiera enlazarse con una mujer. Porque, aunque fuera mi hermano, no podía idealizarlo.
¿Por qué habría de enaltecer mi destino de otra manera, si al final me casaría con un hombre de este imperio, criado bajo las mismas tradiciones que históricamente habían ocasionado la muerte de muchas mujeres Valtherianas como si fuera algo demasiado normal?
En mi familia —y en la mayoría de este imperio— el amor nunca era una opción viable. Eran solo órdenes y obediencia sin soltar lamentos. Sin embargo, yo no ambicionaba solo eso. Anhelaba ese amor sincero. Ese que me protegería de todo lo malo que el mundo me estuviera guardando, con tal de no ver nunca mis lágrimas de dolor.
El tercer campanazo retumbó en el castillo, indicando que la hora de irme a mis aposentos estaba cada vez más cerca. La mesa de madera reflejaba la misma exuberancia con la que mi encantadora familia existía en el mundo. La fragancia del pan recién horneado que era traído por la servidumbre se entrelazó rápidamente con el dulzor proveniente de las frutas secas y el calor humeante de la carne asada en el centro, esperando a ser devorada. Las antorchas en las paredes, sostenidas por soportes de hierro, resplandecían suavemente, iluminando los semblantes serios de todos los que estábamos sentados.
Frente a mí se encontraba mi arrogante prima, con su esposo a un lado, quien no dejaba de verme fijamente, algo que claramente le molestaba a ella, pues me lanzaba miradas que, de ser cuchillas filosas, ya me hubieran asesinado. Mi madre estaba dos sillas más adelante de la mía, sentada junto a mi hermano menor, mientras que mi abuela reposaba a mi costado. En la cabecera, como siempre, se hallaba mi abuelo. Éramos veinte miembros en total compartiendo la cena.
—¿Cuándo será el momento en el que Cathanna contraiga nupcias? —abordó mi tío Sirius, sentado al otro lado de la mesa.
—La familia de Orpheus me ha informado que desean consagrar el matrimonio entre nuestras casas en el Templo de los Dioses —comunicó mi madre, con una ligera sonrisa que dejaban ver sus peculiares hoyuelos en forma de corazón—, en el próximo Maerythys. Me parece una idea espectacular. Tendremos tiempo para planear la ceremonia y que todo salga perfecto para entonces.
—¿De verdad consideráis prudente esperar un año para el matrimonio de vuestra hija? —examinó mi tía Dalia mientras se acomodaba un mechón de su cabello rubio detrás de la oreja—. Es mucho tiempo, especialmente considerando que en nuestra familia ninguna mujer se ha casado después de los diecinueve. Cathanna está a meses de cumplir veinte años. Si se casa hasta entonces, estaría rompiendo una tradición que ha perdurado por muchas eras.
—Ya hablé con mi señor marido sobre eso, Dalia. No ha puesto ningún problema, como pensaba que lo haría por la petición de ellos —respondió mi madre con una sonrisa que no le llegaba a los ojos—. Los Daverin insisten en que sus hijos se casen en Maerythys. No puedo ir en contra cuando ya dieron la ofrenda de oro por Cathanna.
—Sigo pensando que es una muy mala idea —expresó Dalia nuevamente, negando de un lado al otro con la cabeza—. ¿Qué opinarán nuestros antepasados sobre esta atrocidad? Es una locura romper nuestra tradición solo por lo que ellos quieran, Annelisa.
—Dalia, realmente lo importante es asegurarnos de que Cathanna sea fértil para cuando esté casada —expresó mi madre, trayendo la mirada hacia mí, como si tratara de escanearme. Por último, su mirada terminó en mi vientre plano, tal vez imaginándome con su bendito nieto dentro—. Su lindo cuerpo no puede negarle hijos a su marido. Nunca en la vida. Eso sí sería una deshonra para nuestra familia y para nuestros ancestros. No creo que romper la tradición, aunque sea una sola vez, vaya a despertar la furia de los difuntos.
Solté un suspiro disimulado, sin levantar la mirada al escucharla decir eso. Estaba más que acostumbrada a esas frases tan llenas de condescendencia, pues en cada conversación que teníamos en privado me repetía una y otra vez que debía rogar a la Diosa de la vida y la fertilidad —Janesys—, para que me brindara muchos hijos como fuera posible.
Sin embargo, por alguna extraña razón... la incomodidad se apoderó de mí cuando esas palabras se acomodaron en mi cabeza, como si no estuviera bien que ella hablara de esa manera para referirse a su hija, a quien debería respetar y valorar hasta la muerte.
—¿Se imaginan que nuestra tan querida Cathanna no pueda dar ni un solo hijo a su marido? —agregó Abigaíl, mi prima, con ese tono burlón que siempre usaba cuando se trataba de mí, acariciando su abultado vientre a punto de reventar—. Apuesto a que ese hombre la botaría de la casa del, tal cual basura a la calle. Sería muy ocurrente.
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Editado: 25.11.2025