Juego De Brujas

CAPÍTULO 03

02 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua

Día de la Tierra Quieta, Ciclo III

Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria

CATHANNA

Abrí los ojos de golpe, apenas unos segundos antes de que Celanina me tocara el hombro. Me levanté de inmediato con una sonrisa amplia y me dirigí al baño, donde la tina ya me esperaba lista. Me despojé del pijama y me sumergí en el agua tibia con aroma a canela, relajando mis músculos. Aún no podía creer que mis padres habían aceptado llevarme al baile de presentación.

Minutos después, me senté frente al espejo del tocador, envuelta en una bata de seda negra. El maquillaje era lo primero que realizaban en mí, con los mismos colores cálidos de siempre, el cual era hecho únicamente por Celanina, siguiendo órdenes de mi madre.

—¿Sabes a qué hora llegan los vestidos? —le pregunté, viéndola a través del espejo—. Mi madre me comunicó anoche que llegaban en la mañana de este día, pero no especificó una hora.

—No tengo mucha información sobre eso, señorita Cathanna —respondió Celanina, sin darme una mirada—. Debes tener paciencia.

Cuando ella terminó, Selene se puso detrás de mí, causándome nervios, y peinó mi cabello con delicadeza, dejándolo suelto y liso sobre mi espalda. Separó dos mechones desde la sien y los recogió hacia atrás, uniéndolos con un broche dorado en forma de hoja, atravesado por dos pequeños palillos metálicos que sacó de uno de los cajones donde se encontraban muchas de mis joyas. Después colocó una diadema del mismo color en mi cabeza, decorada con flores lilas.

—De pie, señorita Cathanna —pidió Celanina, dándome el primer intento de sonrisa de la mañana—. Te pondremos el vestido.

Me puse de pie rápido y me quité la bata, quedando en ropa interior. Intenté forzar una mirada tranquila al sentir el corsé marrón ajustarse a mi cuerpo con demasiada fuerza, elevando mis senos, y las mangas bordadas con hilos dorados en mis brazos. La falda caía hasta el suelo en pliegues refinados, y una tela de seda más clara decorada con motivos dorados recorría el centro hasta abajo. Por último, colocaron la capa del mismo color que la falda sobre mis hombros y la sujetaron con un broche negro alrededor de mi cuello.

Me paré frente a todas ellas e hice una reverencia de agradecimiento, aunque sabía que no debía hacerlo, pues mis padres —y sobre todo mi tan querido abuelo— me habían repetido incansables veces desde la infancia que solo debía inclinarme ante quienes estuvieran a mi altura, o incluso, por encima de mí. Aun así, no podía ser tan grosera con las mujeres que me ayudaban cada día a mantener esta apariencia hermosa ante los ojos ajenos.

Salí de la habitación en compañía de Celanina, rumbo al comedor, donde la mesa estaba repleta de comidas exquisitas. Anhelaba con todo mi ser poder probar más de lo que me estaba permitido. Sin embargo, mi madre solía decir que una mujer se vendía por cómo se veía, y que todas debíamos ser delgadas hasta los huesos si queríamos ser consideradas bellas ante los ojos del mundo. No la cuestionaba, pero tampoco compartía esa forma de pensar tan cruel. Aun así, me limitaba a comer solo lo que ella autorizaba, aunque terminara con hambre. Sabía también que, si comía más, terminaría vomitándolo todo, porque mi cuerpo ya se había acostumbrado a una única forma de alimentarse, y simplemente no me atrevía a forzarlo.

—Buen día a todos —saludé, formando una reverencia obligatoria. Luego me acerqué a mi abuelo, quien se encontraba sentado, mirando a todos con su habitual rostro de seriedad y dejé un beso en ambas mejillas, como cada mañana—. Buen día, abuelo.

No saludar adecuadamente a mi familia con una reverencia podía ser pasado por alto, pero omitir el beso en las mejillas a mi padre o a mi abuelo era considerado una falta gravísima de respeto. Recuerdo que la única vez que olvidé hacerlo con mi abuelo, me llevaron al templo que se encontraba en las mazmorras del castillo, que rendía culto a nuestros dioses, y me obligaron a arrodillarme y pedir perdón por mi desobediencia toda la noche, sin tener derecho a tomar agua, ni nada. No era una experiencia que quisiera repetir.

—Siéntate ya a comer.

—Enseguida, abuelo.

El tiempo pasó con la monotonía usual, hasta que finalmente los vestidos fueron traídos por los trabajadores de Lady Danely. La emoción me recorrió por dentro y, sin poder contenerlo, dejé escapar un pequeño grito de alegría, ganándome la mirada severa de mi tío Bejemin desde el gran sofá, donde hojeaba el periódico con un gesto serio. Me tranquilicé, pero por dentro seguía saltando como una niña.

Fui rápido a mi habitación acompañada por Celanina, y tomé asiento en el sofá, esperando con paciencia mientras las muchachas se alineaban frente a mí, cada una sosteniendo un vestido distinto.

El primero era de un rojo fuerte, sencillo y sin mangas; elegante, aunque demasiado simple para el baile de presentación. El siguiente era blanco, con hilos plateados en la falda, el cual descarté enseguida; no iba al palacio para casarme con nadie. Luego vi uno amarillo muy brillante. Odiaba el amarillo con mi alma. Había uno negro que me llamó la atención por un momento, pero lo pensé bien y negué. Demasiado negro para lo que esperaban de mí esa noche.

No pude evitar pensar en el peculiar gusto de mi madre; creía que me conocía, aunque fuera un poco, pero estaba completamente equivocada. Solté un suspiro pesado y dejé caer mi espalda contra el sofá, sintiendo como el aburrimiento me gobernaba. Justo cuando estaba a punto de rendirme, un diseño llamó mi atención y me dejó sin aliento: era demasiado brillante, hecho de cristales pequeños.




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