020 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua
Día del Viento Susurrante, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
CATHANNA
—Iremos con tu tía Drícela —avisó mi madre, sonriendo.
—¿Con esa bruja malvada? —solté sin pudor, rodando los ojos—. Ya sabía que algo tenías en mente para que viniera contigo.
—No hables así de tu tía. Ella te quiere mucho.
—¿Quererme? —bufé, cruzándome de brazos—. Madre, esa mujer literalmente quiere que su hija sea una copia de mí. ¡Tienes que verlo! No me parece justo eso. Sé que soy… perfecta, pero no quiero tener una imitación de mí en Valtheria, como si fuera algo normal.
—Ni una palabra más. Vamos a ir, le darás la mejor sonrisa que tienes y te comportarás como te he enseñado todo este tiempo: como una señorita educada. Sin reproches, nada de cosas extrañas… Ya sabes a lo que me refiero. —Me señaló con uno de sus dedos, entrecerrando los ojos—. ¿Entendido, Cathanna D’Allessandre?
—Tampoco fue para tanto. —Desvié la mirada.
—Chamuscaste su cabello. ¿Eso no es tanto para ti? ¡Hija, por los dioses! —Puso una mano en su frente, negando con la cabeza.
—¡Fue una peripecia! —me justifiqué, aunque quería soltar una carcajada cuando el recuerdo aterrizó en mi mente—. Además, solo a ella se le ocurre poner una vela ahí. Fue su culpa, no mía, madre.
—Cathanna… —Su mirada fría fue suficiente para que apretara los labios con fuerza, rodando los ojos otra vez.
—Ya, madre. Bien. Nada de cosas raras. —Levanté ambas manos en son de paz—. Lo juro por todos los dioses.
La tarde llegó y, con ella, mi llegada a la casa de la tía Drícela, una mujer gorda de mirada rígida que vivía justo en el centro de la ciudad. Su casa de piedra de dos pisos estaba adornada con flores en cada pared, pero nada de eso la hacía acogedora a mis ojos.
Bajé del carruaje con fastidio. Odiaba venir aquí. Mi tía era la mujer más malvada que había conocido, y sus gatos… esos condenados animales salvajes parecían querer devorarme con la mirada cada vez que ponía un pie en su territorio. También los odiaba con mi vida.
Entramos cuando las puertas fueron abiertas desde adentro por absolutamente nadie. Las escaleras eran circulares, de metal, frías y poco cómodas para subir. Cuando finalmente alcanzamos la planta superior, una sensación de incomodidad me invadió todo el cuerpo.
Los gatos estaban por todas partes. Nueve en total, todos observándome con esa misma mirada inescrutable y poco amigable que me hacía estremecer. Volví a rodar los ojos, acomodando mi bolso en mi brazo, donde solo tenía varias bolsas con monedas y brillos labiales que me sentía en la obligación de usar en cada momento.
—Madre —comencé, poniéndome detrás de ella, como si eso pudiera protegerme de la mirada de esos animales sobre mí—. Esos gatos otra vez. Siento que en cualquier momento se lanzarán sobre mí para devorar mi hermoso rostro. No creo que quieras eso para mí.
Mi madre me miró molesta por encima de su hombro.
—Son simples gatos, Cathanna, por los dioses —reprendió con un tono duro, tomándome del brazo para ponerme a su lado—. Compórtate como una señorita educada. No estamos aquí para que llames la atención. ¿Lo entiendes? Siempre con tus cosas raras.
—Solo hago eso, comportarme cómo una niña buena, madre —respondí con sarcasmo, mirando a todas partes menos a esos gatos.
Mi tía Drícela llegó con nosotras y nos indicó que nos sentáramos en ese feo sofá, donde segundos antes habían estado sus gatos. Llevé una mano a mi boca de forma disimulada, tratando de impedir que el vómito saliera. Respiré hondo y me senté, bastante incómoda. No entendía como esa mujer no era capaz de cambiarlos por unos nuevos y acordes a la época. Miré los cuadros grandes y poco estéticos en las paredes. Además de ser una mujer malvada, tenía pésimos gustos decorativos. Sí que necesitaba ayuda urgentemente.
—¿Y dónde se encuentra tu hijo, Drícela? —Mi madre rompió el silencio, acomodando sus piernas con ese gesto elegante que yo debía imitar de inmediato—. Pensé en traer a Cedrix para que jugara con él. Pero mi chiquillo se enfermó de una manera espantosa desde ayer.
—Está en la escuela primaria —respondió con ese tono que me hacía estremecer, sonriendo—. Es un chico muy juicioso. Me hace sentir muy orgullosa. Y Amy está en su habitación, como siempre. Es una chica muy rara. No entiendo por qué no quiere hablar conmigo.
En eso tenía muchísima razón. Mi primo, Steve, era la persona más inteligente que había conocido en mis diecinueve años de vida. Una vez redactó un libro completo de más de mil páginas. Amy, por otro lado, me caía bastante bien, aunque no teníamos personalidades parecidas. Ella era espontánea, alegre y sus comentarios, si bien, no eran algo que yo pudiera decir, me divertían de vez en cuando.
—Ya sabes como son los jóvenes de hoy en día —interpretó mi madre, viéndome—. Siempre tan rebeldes. Se encierran en su propio mundo y no hay ser capaz de sacarlos de ahí. Me parece muy terrible.
—Es porque ya no se les pone mano dura como antes, Anne. Crearon personalidades tan frágiles como un cristal. Ya no se les puede decir nada sin que empiecen a llorar. —Drícela negó con la cabeza—. Por cierto, querida, ¿qué novedades tienes sobre lo que ya sabes?
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Editado: 25.11.2025