030 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua
Día del Corazón Roto, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
CATHANNA
Me arrastré a la cama, dejando que mi mirada quedara clavada en el techo hasta que la luz del día se asomó por la ventana. Soltando un chillido de dolor, me puse de pie, antes de que alguna de ellas llegara, y comencé a arreglarme con las manos temblorosas y la cabeza dando vueltas. Abrí la boca, llevando aire a mis pulmones mientras me sentaba frente al espejo, viendo mi reflejo. Un dolor punzante se instaló en mi pecho, y las lágrimas comenzaron a bajar sin control.
Abrí el cajón y saqué todo el maquillaje que tenía, presa de un odio que nunca había sentido, ni cuando me dijeron que ya me habían conseguido un sucio prometido. Mi cara se fue llenando poco a poco de la base que cubrió varios moretones. Luego puse sombras cálidas sobre mis párpados hinchados, y continué ocultando las pruebas de lo que había sucedido la noche anterior. Mi cuerpo dolió cuando me terminé de ajustar el corsé alrededor de mi cuerpo cubierto de heridas.
—Todo está bien, Cathanna —me susurré, arreglando las mangas del vestido que cubrían mis brazos—. Todo está bien. Siempre ha estado bien. —Parpadeé varias veces, respirando hondo—. Bien. Solo tienes que dejar de pensar en lo que pasó anoche y seguir adelante.
Cuando todas ellas llegaron, yo ya estaba saliendo de la habitación, impecable, como si nada hubiera pasado. Las saludé con una reverencia grande y, sin responder a sus preguntas, caminé hacia las escaleras. Una mueca de dolor se formó en mis labios cuando bajé el primer escalón de piedra. Me sujeté con fuerza de la baranda.
Al llegar al comedor, primero saludé como si nada hubiera pasado. Besé a mi abuelo dos veces en las mejillas, quien sonrió y me acarició la cabeza con esas manos impuras, y luego me senté en mi lugar. No hice ningún intento de hablar, aunque me dirigieran la palabra. Mi madre decía algo, pero sus palabras eran solo ruido vacío.
Levanté la mirada hacia mi abuelo, quien mostraba una sonrisa radiante, como si nada hubiera pasado anoche, como si no hubiera tocado a la hija de su propio hijo. Esa sonrisa me llenó de una rabia tan profunda que casi podía sentirla ardiendo en mi pecho.
Mientras él estaba allí sonriente, yo solo quería arrancarme el corazón. Quería gritarle, lanzarme sobre él y arrancarle esa sonrisa falsa de la cara con mis propias manos. Pero lo que me detenía no era el miedo, sino algo mucho peor. Sabía que, si hablaba, si murmuraba la más mínima palabra, todo se derrumbaría en mi contra.
—No logro entender de dónde salió el fuego —continuó hablando mi madre, llevando café humeante a sus labios pintados de un rojo intenso—. Pero, por suerte, se pudo controlar a tiempo. Hubiera sido una tragedia que bajara del octavo piso. Gracias a los dioses no pasó a mayores. Sí que han escuchado nuestras súplicas.
Mis ojos se llenaron de agua, pero rápidamente las ahuyenté.
—Los dioses nunca hacen nada por nosotros los humanos. Podemos rezar, suplicar, gritarles desde lo más profundo de nuestra alma, pero nunca bajan. Nunca vienen. Nunca ayudan —dije, con la mirada en alto, tratando de no dejar que las lágrimas me traicionaran—. ¿Por qué agradecerles cuando no hicieron nada?
—¡No hables de esa manera de los dioses! —gritó mi abuelo, poniéndose de pie con tanta brusquedad que la silla donde estaba sentado cayó al suelo—. ¡Muestra respeto a los que son más grandes que tú, muchachita insolente! ¿Acaso quieres que te reviente esa boca?
—¿Respeto? ¿A ellos? ¿A los que me dejaron sola cuando más los necesitaba? ¿A los que no aparecieron cuando gritaba por su maldita ayuda? —Una risa sarcástica salió de mis labios palpitantes—. Quizá sean más grandes que yo. Quizá tengan más poder, pero eso no los hace valientes. No los hace dignos de recibir respeto humano. No los hace justos. ¡No los hace buenos dioses, como ustedes los pintan!
Sentí un golpe tan fuerte en la mejilla que me giró la cabeza hacia un lado, causando que escuchara un ruido dentro de mí. El ardor fue inmediato, y luego vino el sabor metálico de la sangre deslizándose desde mi labio partido. Ni siquiera intenté derramar una sola lágrima. No sentí enojo, ni tristeza. Solo un gran vacío en el estómago que amenazaba con hacerme desmayar en cualquier momento.
—Aprende a respetar, Cathanna —dijo mi abuelo, como si deseara golpearme nuevamente—. No eres nada en este mundo. No estarías viva si no fuera por ellos. Dales el respeto que se merecen. Ponte de rodillas ahora y pídeles perdón, muchacha atrevida.
—Entonces mátame —dije, sin moverme—. Si tan poca cosa soy, hazlo. Pero no voy a arrodillarme por decir lo que pienso —susurré—. No le pediré perdón a ningún dios, y mucho menos a ti. Y si eso me convierte en una mala persona... entonces mátame ahora. Devuélveles mi vida a tus dioses que tanto veneras. Hazlo, abuelo. Mátame ya.
No quería ver a nadie. Aun así, mi cabeza me traicionó, llevándome directamente hacia mi madre, quien tenía el rostro lleno de asombro, con los labios entreabiertos; luego a mi hermano menor, que me miraba sin entender nada; y, por último, a Calen, que solo me observaba como si no supiera si abrazarme o amarrarme la boca.
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Editado: 25.11.2025