046 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua
Día del Corazón Roto, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
Su rostro terminó de arrugarse. Apretó los dientes con fuerza mientras su pie derecho golpeaba el suelo de piedra repetidamente. Pegó la cabeza a la pared, levantando el rostro al techo. Él no era conocido como el más paciente de los militares. De hecho, si la paciencia fuera una bomba, la suya hubiera estallado hacía tiempo. Por eso, a los siete minutos con cuarenta y seis segundos de espera, sentado en ese banco en medio del congelado pasillo de la Corte Suprema, ya había contado todas las grietas de las paredes, aburrido.
Transportó la mirada a la puerta, cruzándose de brazos. Estaba a pocos segundos de levantarse y tumbarla, solo para descubrir que era esa cosa tan importante que su superior realizaba como para tenerlo esperando afuera. Para su suerte, la puerta comenzó a abrirse, y se levantó de un movimiento rápido, dándole una mala mirada al hombre.
—Hasta que por fin —dijo entre dientes.
—Muchacho, tienes que empezar a manejar tu limitada paciencia si quieres llegar a ocupar el puesto de tu padre más adelante —pronunció Arael, arrastrando las bocales, mientras se hacía a un lado, permitiéndole pasar—. Toma asiento. Tendremos una extensa charla.
Aquella sala era extensa, iluminada por las antorchas de fuego azul en las paredes de piedra oscura. El aroma a papel mojado y tinta se extendía por todas las hendiduras que poseía, entrelazándose con el olor a petricor que había dejado la intensa lluvia de hace una hora. En el centro, una mesa de madera con cuarenta asientos perfectamente alineados dominaba el lugar, y a un costado, una chimenea luchaba por darles calor, aunque de poco servía, ya que el frío seguía intenso.
—Sabes muy bien que nunca he necesitado tus consejos —expresó él, tirándose en la silla—. Mejor dime para qué estoy aquí.
Arael esbozó una sonrisa ladeada y se aproximó a uno de los estantes atiborrados de papeles y libros viejos sobre tácticas militares, en el fondo de la sala. Rebuscó entre las cubiertas desordenadas durante varios segundos, temiendo no hallar lo que había puesto ahí horas antes, hasta que por fin sus arrugados dedos verdes encontraron lo que buscaba. Luego, lo arrojó sobre la mesa, fingiendo indiferencia.
—¿Qué es eso?
—Si lo abres, lo descubrirás, Zareth —ordenó Arael.
Zareth dudó por un instante. Arael no era de esos que entregaban las cosas personalmente. De hecho, siempre enviaba Telhol —mensajeros cuyas presencias eran invisibles ante los ojos humanos— para ahorrarse tiempo y, que de la nada, le diera un folio, sí que le pareció algo sumamente extraño. Pero al ver el rostro de su superior, las dudas se convirtieron rápidamente en curiosidad.
—Quedarás igual de sorprendido que yo —agregó Arael.
Sus largos dedos enguantados desplegaron el folio negro con el escudo del reino en su centro. Al leerlo, una avalancha de información le golpeó de lleno, frunciendo su frente al instante. Sin embargo, su mirada se desvió —casi sin quererlo—, hacia el retrato dibujado a mano de la mujer que aparecía en el lado derecho del papel. Sus ojos rasgados, cuyo iris eran de un gris muy intenso, igual que las manillas de acero que él nunca se quitaba de los brazos, parecían querer atravesar el papel. Y esa piel morena le recordaba al sol en pleno día.
—¿Quién es ella? —preguntó Zareth, confundido.
—Cathanna Annelisa Ivelle D'Allessandre Dorealholm —respondió Arael, caminando en círculos como si estuviera relatando un discurso importante, sin mirarlo del todo—. Hija de Vermon D'Allessandre, uno de los peces gordos de la corona Valtheriana. —Apoyó las manos en la mesa, bajando la mirada a ese folio. Prontamente la subió a sus ojos—. Con diecinueve años, posee más influencia de la que debería tener alguien cuyo cerebro todavía no termina de desarrollarse. Podríamos decir que es una princesita, solo que sin un imperio que administrar.
Zareth volvió la vista al folio, entrecerrando apenas los ojos.
—¿Por qué me das esta cosa con la información de esa mujer?
Arael soltó una risa carente de humor, cruzándose de brazos. Sabía que lo que estaba por decir sonaría como un completo dispárate ante los oídos de Zareth. Pero era lo último en lo que debía fijarse cuando las aguas estaban agitándose de una forma violenta.
—¿Piensas quedarte callado, Arael?
—Esa mujer, Zareth, nació el veintiséis del mes de Nisyla, día del viento susurrante. La misma noche en la que la luna roja iluminó nuestros cielos —replicó con un gesto serio, posándose detrás de él, con la vista en el folio—. ¿Y sabes qué sucede durante las lunas rojas?
—Maldiciones... —dijo Zareth, perplejo.
Arael asintió despacio.
—Siempre son esas cosas que se nos escapan de las manos... —explicó entre dientes— y esa chica, por desgracia, es la peor que nos ha dado esa maldita luna.
—¿A qué te refieres? —Ladeó la cabeza, confundido.
—Hace casi dos eras nació una mujer cuyo corazón estaba tan corrompido por el odio, que terminó sumiendo a Valtheria hacia una de las épocas más oscuras de nuestra historia —dijo, dejándose caer en el asiento—. Fue, sin duda, la mujer más cruel que ha parido estas tierras. Todo porque quería demostrar que era igual que cualquier hombre en el campo de batalla... aunque el mundo ya le hubiera dejado claro que una mujer nunca sería tratada como un hombre de verdad.
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Editado: 25.11.2025