Juego De Brujas

CAPÍTULO 011

08 del Mes de Kaostrys, Dios de la Tierra

Día del Último Aliento, Ciclo III

Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria

Cathanna soltó un gemido ahogado de dolor cuando la tela terminó de ajustarse alrededor de su cintura, presionándole el estómago y realzando levemente sus senos. Otra muchacha tiró con fuerza de los cordones del corsé por detrás mientras ella apretaba los dientes para no soltar una maldición sonora. En pocos minutos partirían a la capital por el festival que se llevaba a cabo ahí una vez al año, y aunque no deseaba salir del castillo, no tenía más opción que asistir; su padre la estaba obligando, y debía obedecerlo siempre.

—El vestido es precioso, señorita Cathanna —alagó Devani, una de las muchachas, con una sonrisa leve—. Definitivamente, encantará a todos en Aureum. —Le acomodó la falda rápido.

Cathanna asintió sin llevarle la mirada, acomodando su cabello liso hacia la espalda. La parte superior estaba suavemente recogida, sujeta por una horquilla dorada que era atravesada por un palillo metálico plateado, decorado con mariposas azul celeste. De él colgaban varias cadenas delgadas del mismo color, adornadas con pequeñas perlas y mariposas. Al menos podía sentirse bien con eso.

Minutos después, Cathanna salió de la habitación con la compañía de Celanina, quien hablaba y hablaba, pero ella no la escuchaba. ¿Cómo podía escucharla cuando sentía que se iba a desmayar debido a la presión de su estómago? Se dio aire con ambas manos, buscando alivio, que desafortunadamente no encontró.

—Te ves tan hermosa, mi Cathanna —continuó Celanina, mirándola con una sonrisa grande, como una madre a su hija—. Me pregunto cuántos hombres se enamorarán de ti hoy. A tus padres se les cansará la boca rechazándolos.

—Celanina, no quiero hablar de hombres ni hoy ni nunca —expresó ella, torciendo los labios con irritación—. Y no me importa cuantos sé enamoren de mi hoy. Solo voy porque es mi obligación. No estoy interesada en ser el trofeo visto con avaricia por todos ellos.

—¿Por qué dices eso, mi Cathanna? —Su frente se arrugó, confundida—. La atención de los hombres es lo mejor del mundo. Hace que las mujeres nos sintamos hermosas. ¿Cómo alguien podría odiar ese tipo de atención?

—Si eso es lo único que aspiras en la vida, qué tragedia ser tú —musitó Cathanna, adelantando el paso—. Ninguna mujer consciente quiere tener la atención de tantos varones al mismo tiempo. Ninguno mira con respeto. Solo imaginan a las mujeres desnudas en sus camas. ¿Acaso no te da mucho asco eso? ¿Qué no tengan respeto por ti?

—Para eso nacimos, ¿no? Para complacer a los hombres en todas sus necesidades. No entiendo por qué te pones de esa manera.

Cathanna arrugó el rostro, viendo a Celanina de reojo, sin detener su caminar. No deseaba complacer a ningún hombre. Les tenía un miedo tan profundo que una simple mirada, un roce o una palabra bastaba para que su cuerpo se sacudiera con fuerza, porque recordaba vívidamente a su abuelo. Lo que hizo. Apretó los labios de una manera que sintió dolor, al tiempo que sus manos envueltas en los guantes se cerraban de golpe, y obstruyendo la luz de sus ojos, respiró profundo.

—¿Complacer a los hombres? —Su voz salió en un hilo.

—Por supuesto, mi Cathanna. —Sonrió, como si sus palabras fueran la única verdad absoluta—. Es nuestro deber como mujeres complacer a nuestros hombres. Siempre ha sido de esa forma.

—Por favor, Celanina… solo cállate. —Puso las temblorosas manos detrás de su espalda, como si eso pudiera ayudarla a calmarse, pero solo resultó peor—. No quiero escuchar más sobre esa estupidez.

Cathanna continuó caminando sin prestarle mucha atención a la mujer, que cambió de tema rápido, hasta que sus pies se detuvieron en seco cuando visualizó a su abuelo hablando con su madre. Siempre que lo veía, bajaba la mirada o cambiaba de ruta, porque no quería sentir su asqueroso olor, mucho menos su mirada lasciva sobre ella. Pero a veces le resultaba tan difícil cuando era obligada a interactuar con él por culpa de su madre, quien no entendía ni sabía nada.

—Buen día. —Hizo una reverencia, respirando pesado—. Madre, ya es hora de irnos a la ciudad. —Levantó el rostro despacio—. Mi padre debe estar esperándonos ya en el coliseo. —Su voz salió baja.

Efraím la miraba de esa forma que la hacía estremecer por completo, como si creyera que su piel era algo que tenía derecho a reclamar, con una sonrisa enorme. Había algo muy turbio que Cathanna notó de inmediato, y su mente se empeñó en traer de vuelta eso que quería borrar de sus recuerdos. Tragó duro, ahogando el llanto.

—Cathanna, estás hermosa. —Su voz salió suave, como el canto de los pájaros en la mañana, pero la realidad era diferente; era un veneno que nadie quería probar—. Estoy seguro de que tu prometido quedará más que encantado cuando finalmente te tenga frente a él.

Cathanna desvió la mirada, sintiendo el asco llegar a ella sin previo aviso. Giró su cuerpo y comenzó a caminar hacia la salida del castillo, sin esperar a su charlatana madre. Afuera, el sol estaba más brillante que nunca, haciendo que su vestido dorado se iluminara. Un guardia la miró por medio segundo más de lo necesario. Y aunque no dijo nada, Cathanna sintió cómo su piel pedía esconderse agritos de él. De todos.




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