Juego De Brujas

CAPÍTULO 016

055 del Mes de Kaostrys, Dios de la Tierra

Día del Olvido, Ciclo III

Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria

Al cabo de casi una hora, Cathanna se levantó y salió de la casa, sin prestarle mucha atención a la lluvia que seguía cayendo fuerte. Necesitaba olvidar, aunque fuera por solo un segundo, que la esperaba una academia militar para molerla a entrenamiento.

Se sentó debajo de un árbol, clavando la mirada en el hermoso anillo de diamante que adornaba su mano, con las ganas de arrancarlo con dedo incluido, y lanzarlo lejos donde nadie pudiera encontrarlo jamás. Sin embargo, tenía demasiado miedo de hacerlo, a pesar de no tener los ojos juzgadores de su familia monitoreando cada acción que realizaba, porque consideraba que cualquier acto de rebeldía contra aquel matrimonio sería firmar una condena divina a su alma.

Sentía muchísimo respeto —o quizá muchísimo terror— a los dioses como para arriesgarse a obtener una maldición por parte de ellos. Los amaba a su manera, aunque nunca la hubieran tocado, aunque jamás hubiera sentido ese poder divino que, según los libros y las demás personas, debían proteger a la humanidad de todo mal. La habían abandonado, sí, pero seguían siendo los dioses, y nada en el mundo poseía poder suficiente para cambiarlo.

Aun así, estaba segura de no querer entrar en matrimonio con nadie, ni dejar su vida de lado para ser solo una mujer que servía y complacía sin soltar ni una sola queja, pero ¿qué otra opción tenía? Según su madre, había nacido para casarse y darle hijos a su esposo. Su padre le repetía una y otra vez que debía ser una mujer discreta con todas las personas a su alrededor. Y ni hablar de su abuelo, que era un abusador más, que, con su poder, quería moldear el mundo a su antojo.

De pronto, una risa rompió el silencio en el que estaba encerrada, haciéndola estremecer de inmediato y mirar a todas partes. En ese momento, un aroma muy fuerte a lavanda la envolvió. Se levantó rápido, sintiendo el estómago encogerse, y las náuseas comenzaron a subirle por la garganta, obligándola a cerrar los ojos con fuerza para no ceder ante el mareo repentino.

Cuando estaba por apresurarse a la casa, un agarre helado en su brazo la detuvo de golpe. Giró la cabeza, encontrándose con unos ojos rojos que la miraban como si ya conocieran cada rincón de su alma. Dejó escapar un grito fuerte, retrocediendo con brusquedad, y empujó a la mujer con una fuerza que ni sabía que poseía. Sin embargo, no tuvo tiempo para respirar con claridad, pues de la oscuridad del bosque empezaron a surgir otras mujeres, de cabelleras tan largas que acariciaban el suelo.

—Tu sangre huele tan deliciosa —dijo una de ellas, de cabello negro que parecía fundirse con la oscuridad de la noche—. Si no fuera de ella, si no llevara la marca de nuestra Verlah, ya habría bebido hasta la última gota. Tiene demasiado poder, niña. Tenerlo dentro de mi cuerpo, definitivamente, me convertiría en una obra maestra. Un placer que haría temblar al mismísimo cielo.

—No pienso ir con vosotras, asquerosas brujas —afirmó Cathanna, con la voz temblorosa—. Váyanse ya de aquí.

—Esto no es una negociación, chiquilla —habló otra bruja, la primera que había llegado, cuyo cabello blanco, se encontraba manchado de tierra—. Aquí no importa lo que quieras. Tienes que venir con nosotras. Te necesitamos. Necesitamos tu sangre.

Cathanna comenzó a negar rápido, con el pecho agitado mientras llevaba la mano con cuidado al bolsillo en su espalda, donde había guardado la espada. No quería admitirlo, pero en ese instante agradecía la insistencia de su padre en obligarla a llevar la espada a todas partes, como una extensión más de ella. Logró tomarla entre los dedos y la sacó rápido. Cerró el puño alrededor de la empuñadura y, al instante, la magia del objeto cobró vida, revelando una hoja brillante. Sin pensarlo demasiado, se lanzó hacia la bruja más cercana.

Un chillido que estremeció el ambiente salió de la boca de la mujer cuando la espada le atravesó el costado sin ninguna compasión. Cathanna retrocedió de golpe, como si tuviera al mismísimo dios de la muerte delante de ella, listo para llevársela con él. Un espasmo le recorrió todo el cuerpo al bajar la mirada a su espada, encontrándosela llena de una sangre negra que parecía aceite bajo la lluvia.

—¿Sangre negra? —susurró Cathanna, pasmada.

En ese momento, una espada que Cathanna reconoció de inmediato atravesó el cuerpo de otra bruja, volviéndola polvo en cuestión de segundos. Alzó la mirada hacia la persona que había quedado de pie, cuya mandíbula estaba marcada por la tensión y la mirada tan seria que la hizo sentir más pequeña de lo que ya se sentía.

Las demás mujeres no se quedaron inmóviles. Una de ellas se lanzó directo a Zareth mientras la herida en el costado de la segunda la hacía agonizar con chillidos desgarradores en el suelo. En cambio, la tercera fue hacia Cathanna, quien intentó correr, pero una fuerza invisible logró levantarla del suelo y la arrojó contra un árbol, sacándole un gemido ahogado que captó la atención de Zareth.

—Debo suponer que sabes lo hermosa que eres —susurró la bruja, caminando a ella—. También puedo suponer que aún no cumples los veinte años, ¿verdad? —Se agachó a su altura y le acarició el rostro—. Porque a los veinte años, será el momento en el que de verdad serás hermosa como nosotras. Te aseguro que serás la envidia de muchas mujeres en Valtheria, pero también será tu maldición.




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