056 del Mes de Kaostrys, Dios de la Tierra
Día del Último Aliento, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
Efraím gozaba de una impaciencia atroz mientras subía rápidamente por la escalera de piedra apoyando una mano en la pared fría. Su mente estaba confusa, como si algo se hubiera metido en su cabeza y le estuviera desordenando los pensamientos. Llegó al pasillo y se apresuró a entrar en la oficina de su hijo, quien lo esperaba con una mano en la cabeza y una expresión de desconcierto.
En un rincón se encontró con Annelisa, que tenía los brazos cruzados y una expresión de enojo. Ella hizo una reverencia profunda y abandonó la habitación después de que su esposo se lo ordenara.
Por suerte, todo parecía haber vuelto a la normalidad en el castillo tras el ataque de las brujas, pero eso solo empeoró el ánimo de Efraím, dejándole un sabor amargo en la boca. Se sentó en la silla frente a su hijo, que levantó la mirada hacia él, entrecerrando los ojos por la luz natural que entraba a raudales por el ventanal.
—¿Dónde se encuentra vuestra hija, Vermon? —soltó con un tono brusco, apoyando las manos en la mesa con impaciencia.
Vermon botó un suspiro de cansancio, recordando las palabras del cazador. Se pasó las manos por la cabeza. No le gustaba mentirle a su padre, pero en ese momento reconocía que no existía otra opción. Cuanto menos supieran dónde se encontraba Cathanna, mejor sería.
Puso una mano sobre sus labios demacrados, aclarándose la garganta y comenzó a revelar la información, pero mientras lo hacía notó en el rostro de su padre una expresión de desconcierto mezclada con irritación. Rápidamente se obligó a creer que era por la noticia tan fuerte que decía con tanta calma, aunque la realidad era otra: Efraím estaba enojado, y se notaba por la forma en que apretaba las manos.
De pronto, se levantó de golpe, mirándolo como si su hijo hubiera perdido por completo la razón. Comenzó a negar, yendo de un lado al otro, tratando de asimilar el hecho de que Cathanna estaba lejos.
—¿¡Pero te has vuelto loco!? —vociferó Efraím, parpadeando varias veces—. ¿Te parece correcto que tu hija ande por allá, tan lejos?
—Comprendo que parezca una locura esa decisión —dijo, alzando el rostro hacia él, visiblemente cansado—. Pero es la única opción. Sabes que las brujas no descansarán hasta dar con Cathanna. No podemos permitir que se la lleven... y menos que traigan de nuevo a esa maldita mujer desquiciada, padre. —Apoyó los codos sobre la mesa y se pasó las manos por el rostro—. Estará segura en ese pueblo.
—¿Eso es lo que crees? —espetó, furioso—. ¿Y qué será de Orpheus, entonces? Porque, si la memoria no me falla, Cathanna acaba de comprometerse en matrimonio con él. Resulta inaudito que se la lleven cuando debería atender al hombre que la escogió para sí.
—Padre, estamos hablando de la seguridad de Cathanna… de la seguridad de todo el bendito imperio, por los dioses. —Negó con la cabeza, harto de sostener una conversación que no llevaría a ninguna parte—. Orpheus sabe perfectamente que Cathanna se encuentra en ese pueblo. Comprende la situación, a regañadientes, sí, pero la comprende. —Su frente se arrugó, y se puso de pie lento—. Cathanna no se marchará con otro hombre, no cuando sabe que ya tiene uno que la espera. No es una desvergonzada, padre, y lo sabes mejor que nadie.
—Sigue sin parecerme buena idea. —Tensó la mandíbula.
—No deseo que el Imperio vuelva a soportar a esa maldita mujer sin oficio —dijo Vermon, posando los dedos en la estantería—, y me irrita profundamente que mi hija sea la clave para su regreso. Pero no hay nada más que podamos hacer. Se sale de nuestras manos.
Efraím asintió despacio, siguiendo los movimientos de su hijo. Sentía que algo andaba mal, pero su mente iba un paso atrás. Relajó los hombros de golpe, torciendo los labios y se dirigió a la salida sin despedirse. Estaba demasiado enojado y solo quería golpear algo hasta que el enojo se esfumara por completo de su cuerpo. Y, como siempre, la que pagaba ese enojo era su esposa, que terminaba pidiéndole que parara —sin gritarle, porque después de tantos años de sufrimiento ya no le quedaban gritos que soltar—; simplemente se lo pedía con calma.
Al mismo tiempo, Cathanna comenzó a abrir los ojos, incorporándose despacio. Se llevó una mano adolorida a la cabeza, y de sus labios escapó un chillido de dolor que resonó con fuerza. Su mirada recorrió todo el lugar, decepcionada de que no se tratara de una horrible pesadilla más. Sentía la necesidad de romper en llanto.
Se quedó varios minutos asimilando lo que había sucedido, con la mirada perdida. Luego, gimoteando, se puso de pie, en dirección a la puerta que se hallaba abierta en ese enorme muro de piedra, y tras varios minutos de caminata, arrastrando los pies, logró ver la luz al final del pasillo. Se apresuró a salir y, de pronto, su cuerpo chocó con el de una mujer, provocando que ambas terminaran de espaldas al piso.
Cathanna dejó escapar un suspiro cansado y se puso de pie lentamente, al igual que la otra mujer, cuyo rostro estaba manchado por la sangre fresca. La observó un momento antes de darse la vuelta y darse cuenta de que no se encontraba en el coliseo, sino en una sala enorme, con muros de piedra blanca en cada esquina tallados con incrustaciones que representaban batallas explícitas. Al frente había un estrado alto con varias sillas de hierro imponentes. Lo único que iluminaba la sala eran las antorchas que ardían en todas las paredes.
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Editado: 25.11.2025