016 del Mes de Vharza, Dios del Fuego
Día del Último Aliento, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
Hacía semanas que no sabía nada de Nyxeret, como había decidido llamarla, ya que su verdadero nombre era absurdamente largo y temía pronunciarlo mal, ofendiendo a la criatura. Había intentado varias veces establecer una comunicación con ella por medio del vínculo mental, pero no obtenía ninguna respuesta.
En realidad, no tenía idea de cómo funcionaban los vínculos entre humanos y dragones. Podía haber mil libros que intentaran explicarlo, pero ninguno se acercaba a lo que era vivirlo en carne propia. Mucho menos sabía sobre esa especie: si acaso solían alejarse de sus Destinos de esa manera, o si simplemente necesitaban del idioma para lograr una comunicación clara y ganar confianza.
Se quitó el pijama, se metió en la ducha y dejó que el agua fría corriera por su piel. Desvió la mirada hacia la marca del dragón en su mano, que, a pesar de que el animal no estuviera dentro, no había desaparecido, por la sencilla razón de que nunca había entrado.
Los valkiria eran una especie descomunal. No la más grande entre los dragones, pero sus crestas afiladas que se agitaban hacia adelante cada vez que soltaban un gruñido, la fuerza de su cola doble y la sola presencia de su cuerpo imponían un terror tan brutal que hasta el más valiente se lo pensaría dos veces antes de acercarse.
Al lado de esa bestia, Cathanna no era más que una cucaracha insignificante, un insecto fácil de aplastar por esas grandes patas. Y aunque el vínculo las uniera, la sola idea de que Nyxeret, en un arranque, pudiera ni siquiera reconocerla y terminar reduciéndola a polvo, le erizaba la piel y le encogía el corazón de una forma que dolía.
—Vamos, Cathanna —pidió Shahina, impaciente—. Rápido. Nos van a castigar donde no lleguemos a tiempo.
—Mantén la calma. Todavía faltan diez minutos.
—¿Olvidas que no estamos cerca? ¡Muévete!
—Ya estoy —dijo, terminando de recoger su cabello—. Vámonos, señora impaciente.
La formación no duró más de quince minutos, apenas lo suficiente para escuchar las órdenes rutinarias de los altos mandos del castillo. Después, fueron enviados a clases. A ellos les correspondía Derechos Humanos en Guerra. La sola mención de la asignatura le causaba mucha risa a Cathanna; sonaba a contradicción, como si la guerra tuviera algún atisbo de humanidad.
Ingresaron a la torre, abarrotada de cadetes que iban y venían con pasos rápidos. Subieron por la escalera en espiral hasta el quinto piso, donde se encontraba su salón, el cual era amplio, iluminado por ventanales altos que dejaban entrar la luz de la mañana. Había mesas de madera pulida que se distribuían en filas ordenadas, cada una para ser compartida por dos estudiantes.
Cathanna se dejó caer en el asiento junto a Shahina, mientras Lysisthea y Han se sentaban adelante, discutiendo cosas sin sentido. Sus dedos rozaron los libros apilados en la mesa. Tomó uno, el cual se llamaba Derechos para civiles.
El profesor ingresó al aula: un hombre alto, de piel oscura y mirada severa, con una túnica gris que se arrastraba ligeramente contra el suelo, y en su mano derecha sostenía una vara de hierro, que luego golpeó contra la pizarra con fuerza, ocasionando un chillido incómodo que les hizo tapar los oídos a todos los reclutas.
—Si un simple ruido como este los hace temblar como nenitas asustadas —dijo con voz grave, pasando la vara aún por la pizarra—, imaginen lo que hará el rugido de una explosión en plena guerra. —Aclaró su garganta, caminando hasta su escritorio—. Soy el profesor Aregon Khevenl, y mi deber es enseñarles que la guerra no solo se libra con fuego, sino también con leyes y límites. Hoy hablaremos de un tema que, irónicamente, siempre se menciona, pero casi nunca se respeta: los civiles. En toda guerra hay quienes no pelean, pero sufren las consecuencias: campesinos, niños, ancianos, mujeres, familias enteras. La teoría dice que sus derechos son sagrados, pero la historia nos ha demostrado que la teoría rara vez se cumple cuando hay disputas.
Shahina levantó la mano. Cathanna la miró de reojo, notando como se estaba conteniendo para no soltar las palabras. Eso le pareció divertido, pero entendía el porqué. Shahina era sin duda demasiado inteligente, aunque no lo pareciera por su personalidad tan explosiva y la manera en que trataba a los demás cuando decían cosas que le resultaban incoherentes, como Han, quien amaba sacarla de quicio.
—¿Y qué pasa si los civiles apoyan al enemigo? —dijo, con curiosidad, bajando el brazo—. ¿Tendríamos que respetar sus derechos aun así? Porque, según sé, los derechos de unos cuantos no pueden estar por encima de la propia corona a la que defendemos en guerra, mucho menos de nuestros compañeros.
—Buena pregunta —respondió Khevenl con una sonrisa ladeada mientras se sentaba—. Ahí está la grieta que vuelve todo tan complejo. Los manuales dicen que, aunque un civil ayude al enemigo... o incluso a la corona, sigue siendo civil mientras no empuñe un arma. Y es ahí donde todo se tuerce, porque nuestros generales se parten la cabeza: mientras esos civiles traicioneros sigan sueltos, más de nosotros morirán en el campo de batalla. Y, aun así, aunque duela, aunque nos cueste vidas, debemos seguir defendiéndolos porque siguen siendo civiles.
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Editado: 25.11.2025