Juego De Brujas

CAPÍTULO 030

021 del Mes de Vharza, Dios del Fuego

Día de la Vida Nueva, Ciclo III

Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria

Cathanna se pasó una mano por el rostro, exhausta. Había tenido clases con el profesor Alcázar, con quien había entablado una pequeña enemistad, y aunque intentaba fingir que no le importaba, la verdad era otra. Él siempre lanzaba comentarios hacia ella y su valentía, intentando reducirla a nada.

Mientras se dirigía a su siguiente clase con el profesor Venedi —un elfo de una piel tan verde que fácilmente podría camuflarse en un bosque sin ser detectado—, se acomodó los guantes en la mano donde llevaba aquel anillo y sintió cómo el pecho se le contraía con fuerza.

Ignoró aquella opresión y levantó la mirada; ya habían llegado al sitio de entrenamiento. Se abrazó a sí misma, ladeando un poco la cabeza. No podía ver nada con claridad, porque una niebla espesa cubría el panorama, hasta que empezó a disiparse lentamente, revelando una enorme pared roja, inclinada, con presas para escalar.

Curvó una ceja al sentir el vértigo treparle por el pecho como un animal rabioso ante semejante altura. Llevó los ojos a Shahina, nerviosa, y luego a Lysisthea, algo paniqueada. Y, por último, observó a Han, cuyo rostro estaba bastante inexpresivo, algo raro para ser él.

—La Forja…—leyó Lysisthea el nombre en la gran pared.

Cathanna desvió la mirada hacia el profesor, que se había colocado frente a todos y comenzó a explicar lo que debían hacer en ese lugar, con una voz tétrica: primero, escalar la pared, cuyos bloques se movían cada vez que una mano los tocaba… aunque también podían quedarse quietos, si tenían suerte. Al llegar a la cima, continuarían por los parapetos, tan delgados que parecía imposible que alguien mantuviera el equilibrio allí, donde cada paso podía ser el último.

Después, debían saltar hacia un abismo ilusorio, confiando ciegamente en que el suelo aparecería bajo sus pies… o quizá no, dejando abierta la posibilidad muy real de una muerte inevitable para todos. Más adelante los esperaba la arena de gravedad cambiante, un espacio donde sus cuerpos pesarían el doble o flotarían como plumas según el instante. Y, finalmente, se enfrentarían a la Cámara de los Susurros, un lugar oscuro en el que cada pensamiento se convertía en voz, y donde solo la disciplina mental les permitiría resistir.

A Cathanna casi se le cae la boca al escuchar aquella atrocidad. Por un instante imploró a los dioses de que eso se tratara de una broma, pero el rostro firme del profesor le confirmó al segundo que no lo era. Antes de que siquiera pudiera balbucear algo, él comenzó a avanzar entre el barro espeso del suelo, guiándolos hacia la pared.

Con cada paso, la estructura parecía estirarse hacia el cielo, creciendo hasta convertirse en una torre mortal, y el vértigo se le clavó en el pecho como un cuchillo filoso. Sintió sus piernas temblar, un hormigueo en las manos y un nudo ardoroso en la garganta, un miedo que solo había experimentado en el lomo de Canto, donde cada movimiento podía decidir su vida —aunque bien reconocía que el dragón nunca la haría caer—. Parpadeó lentamente, tratando de engañar sus sentidos, deseando despertar de aquella terrible pesadilla.

—Dioses… ¿será este uno de los siete caminos hacia el Alípe? —murmuró Shahina, mirando la pared con puro pánico.

Venedi les indicó a todos que se acomodaran en la línea de partida, y Cathanna abrió los ojos, sorprendida y asustada. Había asumido que sería de uno en uno, no todos a la vez. Pero no tuvo tiempo de reaccionar: el profesor comenzó a gritar para que todos se apresuraran. Ella quedó casi al final, mientras Lysisthea y Shahina iban casi al inicio, y Han se situó a la derecha, unos pocos metros adelante.

Sus piernas temblaban de puro nerviosismo, y antes de que pudiera darse cuenta, sus compañeros ya corrían con todas sus fuerzas hacia la pared; algunos incluso caían al tropezarse con sus propios pies. Cathanna también salió corriendo, con el estómago revuelto y las ganas de vomitar ascendiendo como un huracán por su garganta. Puso la mano en la primera presa y comenzó a subir, pero al segundo, esta desapareció y cayó. Se tocó la cabeza, soltando un gemido bajo, y volvió a intentarlo, subiendo con cuidado y evitando mirar hacia abajo.

De pronto, la presa se movió violentamente hacia un lado, estirándole el brazo de golpe y provocándole un dolor agudo que la atravesó por completo. En un instante, volvió a estar en el suelo, maldiciéndose internamente. Levantó la mirada, aún tendida en el piso, y notó que algunos de sus compañeros ya estaban llegando a la mitad. Ella, por desgracia, parecía ser la única atrapada en el suelo.

Tomó aire y se levantó. Se colocó frente a la pared y apoyó las manos en las presas, aprendiendo a notar el leve movimiento que tenían. Así comenzó a subir, anticipando cuándo se moverían para cambiar su agarre a tiempo. Ya había llegado a la mitad cuando una de las presas se sacudió; para su suerte, logró aferrarse a otra y evitó caer.

Respiró hondo, liberó uno de sus dedos y dibujó un círculo suave, dejando que el viento sostuviera su espalda y evitara que se inclinara hacia adelante. Con cuidado, continuó ascendiendo. Intentó no mirar a los lados y mucho menos hacia abajo, aunque sus ojos no pudieron evitar captar cómo algunos de sus compañeros caían con una fuerza que le robó el aliento. Trató bruscamente, ahogando un grito.




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