El viento de Valdaria soplaba con aroma a lluvia y hierro.
Desde las torres de cristal de la Ciudad Alta, se extendían los jardines reales como un océano de flores carmesí que ondulaban bajo la tormenta. A lo lejos, el castillo de Rozen emergía entre los relámpagos, una fortaleza de piedra negra coronada por espinas de hierro. Allí, el poder tenía perfume de rosa… y sabor a sangre.
En la víspera del equinoccio, cuando los nobles se reunían para presenciar la floración de las nuevas rosas, el aire se cargaba de presagios. Se decía que, cada siglo, una rosa distinta brotaba para anunciar el cambio de era —una bendición o una maldición según los ojos que la vieran florecer.
Bajo el resguardo del invernadero real, Elara limpiaba los pétalos marchitos con las manos cubiertas de tierra. No llevaba joyas ni títulos, solo un hilo de plata en la muñeca, recuerdo de su madre, una sirvienta que había muerto entre susurros y secretos. A veces, cuando el sol entraba por los vitrales, su piel parecía brillar con un resplandor rojizo, casi imperceptible.
“Si el maestro de rosas te ve tocando la flor real, te arrancará las manos, niña.”
La voz de Tarin, el jardinero mayor, retumbó entre los pasillos húmedos del invernadero.
—No la toco —respondió ella con serenidad, mirando la rosa carmesí que yacía abierta como una herida fresca—. Solo escucho cómo respira.
Tarin la observó con un gesto agrio. Había servido a los Rozen toda su vida, pero aún no entendía por qué aquella muchacha parecía oír cosas que nadie más oía.
—Las rosas no respiran, Elara. Se alimentan. Como los hombres de poder. —El viejo escupió al suelo—. No olvides a quién pertenecen.
Ella bajó la mirada.
Sabía muy bien a quién pertenecían.
La sangre de los Rozen corría en el trono, pero también, según los rumores, en sus venas. Su madre había sido la amante del Duque Kael Rozen, hermano menor del rey. Cuando murió, Elara fue enviada a servir en los jardines, con la orden de no salir jamás de los muros. Nadie debía recordar que la rosa más peligrosa había florecido fuera del matrimonio.
Esa noche, sin embargo, algo cambió.
Una sombra cruzó el cielo cuando las campanas de medianoche repicaron. Elara sintió un estremecimiento en el aire. Caminó entre las hileras de flores y notó que la tierra, bajo sus pies, latía con un pulso débil. De pronto, el suelo se abrió entre las raíces y un brote oscuro emergió lentamente, como si la tierra misma expulsara algo prohibido.
Era una rosa negra.
Sus pétalos parecían beber la luz.
Elara cayó de rodillas, hipnotizada.
Al tocarla, una gota de sangre brotó de su dedo… y la flor la absorbió con un resplandor rojo vivo.
Elara retrocedió. Las llamas de las antorchas parpadearon, y el aire se volvió denso, cargado de murmullos antiguos.
—“La rosa que sangra…” —susurró una voz tras ella.
Elara giró.
En la entrada del invernadero estaba Adriel Rozen, el heredero del trono. Su armadura reflejaba el brillo de la luna y su mirada tenía el filo del acero.
—¿Qué has hecho? —preguntó, acercándose con pasos lentos.
—Nada… —balbuceó Elara, intentando ocultar la flor tras su espalda—. Creció sola. Yo solo—
—Mientes. —Adriel tomó la rosa negra con cuidado, sin apartar los ojos de ella—. Estas flores no nacen sin sangre real.
Elara sintió el corazón acelerarse. Él no podía saberlo. No debía.
Pero la flor seguía viva, latiendo entre ambos como un secreto compartido.
—¿Quién eres realmente? —preguntó el príncipe en voz baja.
Elara lo miró. Y en ese instante, algo en el aire se quebró: una conexión invisible los unió, una corriente que mezclaba deseo y miedo.
Antes de que pudiera responder, el suelo tembló. Las otras rosas del invernadero se marchitaron en un instante, como si el nacimiento de aquella flor hubiera drenado su vida.
Una ráfaga de viento barrió los pétalos por el aire.
De pronto, un tercer rostro apareció entre las sombras.
Cassian de Lor, el noble exiliado. Su capa empapada por la lluvia y una cicatriz brillante cruzando su mejilla.
—La ley se ha cumplido —dijo con voz grave—. La Rosa que Sangra ha vuelto a florecer.
Adriel lo observó con desconfianza.
—¿Cómo lo sabes?
Cassian sonrió, mostrando un colgante con una espina incrustada en cristal.
—Porque la esperé toda mi vida. Y ahora ella está aquí.
Sus ojos se posaron en Elara.
Ella sintió un escalofrío recorrerle la espalda, como si la reconociera desde antes de nacer.
✦
En las horas siguientes, el rumor se extendió por Valdaria:
Una rosa negra había nacido.
Y con ella, la profecía del Trono Marchito.
Elara fue llevada ante el consejo de los Rozen, donde las paredes estaban cubiertas por retratos de antepasados con ojos como brasas. El Duque Kael, su supuesto padre, presidía la reunión, aunque nadie la reconoció oficialmente.
Los nobles cuchicheaban. Algunos pedían su ejecución; otros, su estudio.
—Las flores oscuras son señales del abismo —dijo la matriarca, Lady Eirene—. Nada bueno brota sin la bendición del Jardín Sagrado.
Adriel la interrumpió:
—Si la flor nació, debemos entender por qué. No destruir lo que no comprendemos.
Cassian, presente como invitado del consejo, sonrió desde su rincón.
—El Jardín Sagrado… —repitió con ironía—. Hace siglos fue sellado con fuego. ¿Qué pasaría si alguien lo despertara desde dentro?
Un silencio denso llenó el salón.
Elara comprendió que hablaban de ella.
Aquella noche, confinada en una torre, observó el reflejo de la luna sobre la flor que aún conservaba en un frasco de cristal. Su sangre seguía latiendo dentro del tallo, como si la rosa respirara con ella.
—¿Qué eres? —susurró.
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Editado: 15.10.2025