Juego de Rosas

La Huida del Jardín

La noche aún no se había extinguido cuando las campanas de Valdaria comenzaron a sonar.
No anunciaban misa ni ceremonia, sino caza.

Elara corrió por los corredores del castillo, descalza, con el vestido desgarrado por las espinas de los rosales que habían crecido sobre los muros. Las flores parecían moverse a su paso, cerrándose como si quisieran protegerla.
Detrás de ella resonaban las voces de los Inquisidores Florales, la guardia sagrada encargada de eliminar cualquier brote que amenazara el orden del Jardín Real.

—¡Detenedla! —gritó uno, su armadura cubierta de espinas plateadas—. ¡Trae la marca del Trono Marchito!

Elara dobló por un pasillo y se ocultó tras una cortina de hiedra que colgaba desde el techo. El corazón le latía tan fuerte que creía que las flores podían oírlo.
El frasco con la rosa negra, escondido entre su pecho, brillaba con una tenue luz rojiza.

“Silencio”, le susurró la flor dentro del vidrio. “Si sangras, ellos olerán tu miedo.”

Ella apretó los labios. No sabía si era la locura o la magia hablando, pero obedeció.

Un grupo de soldados pasó frente a ella. Llevaban lanzas con pétalos incrustados, armas consagradas con savia bendita.
Uno se detuvo, girando lentamente la cabeza.
Elara contuvo el aliento.

Entonces un estruendo sacudió el techo.
Una bandada de cuervos escarlata descendió, lanzando graznidos que hicieron temblar el aire. Las antorchas se apagaron de golpe.
En el caos, Elara aprovechó para correr.

Cruzó la galería de mármol y salió al patio central.
La lluvia caía con furia, arrastrando pétalos y ceniza. Las estatuas de antiguos reyes parecían llorar.

Frente a ella, la Puerta de Espinas, sellada durante décadas, se alzaba como una muralla viva. Era la salida hacia los Bosques Exteriores, el límite entre el reino y lo desconocido.

—No puedes pasar —dijo una voz entre la lluvia.

Era Adriel. El heredero estaba allí, empapado, con la espada desnuda.
Elara lo miró, temblando.

—Dijiste que me dejarías ir.

—Dije que te salvaría. Pero si cruzas esa puerta, no habrá regreso. El Jardín no perdona.

Ella se acercó lentamente.
—¿Y qué hay detrás de esa puerta, Adriel? ¿Libertad o condena?

El príncipe bajó la mirada.
—Depende de lo que seas tú.

Elara sonrió con tristeza.
—Entonces prefiero averiguarlo.

Cuando sus manos tocaron las espinas, la puerta reaccionó. Las ramas se abrieron con un gemido vegetal, dejando ver un túnel de raíces que respiraban.
Elara cruzó el umbral sin mirar atrás.

Adriel dio un paso adelante, pero una fuerza invisible lo detuvo.
De la tierra brotaron pétalos negros que se enredaron en sus botas, como si el Jardín eligiera a quién dejaba partir.

—Elara… —susurró él, impotente.

La puerta se cerró con un chasquido húmedo.

El bosque que se extendía más allá no era natural.
Los árboles tenían cortezas transparentes donde fluían corrientes de luz roja. La lluvia caía en gotas gruesas que parecían lágrimas.
A medida que avanzaba, Elara notó que el suelo respiraba bajo sus pies, y cada paso dejaba una huella luminosa que tardaba en apagarse.

—No deberías estar aquí. —Una voz masculina emergió entre los árboles.

Elara giró bruscamente. Cassian apareció, envuelto en una capa oscura, su rostro apenas visible.

—¿Tú? —exclamó ella, incrédula—. ¿Cómo has llegado tan rápido?

—Nunca me fui del bosque. —Cassian alzó una antorcha de luz azulada—. Este lugar fue mi hogar antes de que los Rozen lo profanaran.

Elara lo observó, desconfiada.
—¿Qué quieres de mí?

Cassian la rodeó despacio, como un cazador que mide a su presa.
—No de ti… sino de lo que llevas dentro. —Sus ojos se clavaron en el frasco que colgaba de su cuello—. Esa flor no solo es una señal. Es una llave.

Elara retrocedió.
—¿Una llave hacia qué?

Cassian sonrió.
—Hacia el Jardín Sagrado. El lugar donde nació toda la magia de este reino. Donde las primeras rosas fueron regadas con sangre de los dioses.

Ella frunció el ceño.
—Mi madre me hablaba de ese jardín. Decía que era un mito.

—Tu madre sabía demasiado —replicó él con tono grave—. Y murió por eso.

Elara sintió un temblor recorrer su espalda.
—¿La conociste?

Cassian guardó silencio unos segundos, y luego asintió.
—Más de lo que imaginas. Ella fue la última guardiana del Jardín… antes de traicionar su juramento.

Elara lo empujó con fuerza.
—¡Mientes!

Cassian no respondió. Extendió su mano y la lluvia se detuvo a su alrededor. Un círculo de luz roja emergió bajo sus pies, como si la tierra respondiera a su voluntad.

—No miento, Elara. La sangre no olvida. Y tú llevas en tus venas el eco de aquella traición.

La rosa negra, dentro del frasco, comenzó a palpitar con violencia.
Elara gritó. Un torrente de energía brotó de su pecho, lanzando a Cassian varios metros atrás. Los árboles temblaron, y una columna de pétalos oscuros ascendió hacia el cielo.

Cuando todo se calmó, Elara cayó de rodillas, jadeando.
Cassian se incorporó lentamente, sangrando por la frente, pero sonriendo.

—Entonces es cierto… —murmuró—. Eres la elegida del Trono Marchito.

Elara lo miró con ira y miedo.
—No quiero ser elegida de nada.

—Ya lo eres —respondió él—. La rosa te escogió.

La madrugada encontró a ambos refugiados en una cueva.
Elara, agotada, observaba la flor brillar suavemente sobre una roca.
Cassian mantenía la distancia, pero sus ojos no la dejaban en paz.

—Elara —dijo finalmente—, si te quedas aquí, el bosque te consumirá. No perdona a los hijos del trono.

—¿Y si vuelvo? —preguntó ella con amargura—. Me matarán.

Cassian asintió.
—Por eso debes seguir. Hacia el norte. Allí donde el río Rozen muere en el mar está el portal del Jardín Sagrado. Si logras abrirlo, podrás reclamar lo que te pertenece… o destruirlo para siempre.




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