Juego de Rosas

Los Ecos del Norte

El amanecer sobre los bosques de Valdaria tenía un color extraño: un dorado enfermo que teñía los troncos como si el sol sangrara entre las hojas.
Elara caminaba junto a Cassian por un sendero cubierto de musgo que latía bajo sus pies. A cada paso, el aire se volvía más espeso, cargado del perfume de flores invisibles.

El bosque parecía observarlos.

Cassian avanzaba en silencio, la capa desgarrada por los espinos, mientras Elara intentaba mantener el ritmo. Habían huido toda la noche, cruzando ríos que susurraban nombres y árboles que se movían como si respiraran.

—¿Cuánto falta para el norte? —preguntó ella, agotada.

Cassian se detuvo.
—No se mide en distancia, sino en voluntad. El norte no es un lugar… es una frontera entre lo que eres y lo que temes ser.

Elara lo miró con desconfianza.
—¿Siempre hablas como si estuvieras recitando un hechizo?

Cassian sonrió apenas.
—Porque el bosque escucha. Y aquí, las palabras pueden matar o salvar.

Siguieron avanzando. Elara notó que, a medida que el sol se elevaba, la rosa negra brillaba dentro del frasco con más intensidad.
Una vez más, escuchó su voz interior, suave pero clara:

“No camines sola, hija del Jardín. Los ecos del norte despiertan con tu aliento.”

Se detuvo de golpe.
—Cassian… —dijo en voz baja—. La flor me habló otra vez.

El hombre la observó sin sorpresa.
—Lo hará con más frecuencia a partir de ahora. No es solo una flor. Es la semilla de una conciencia antigua.

—¿La conciencia de qué?

Cassian apartó una rama.
—Del Primer Jardín. El origen de toda la magia, antes de que el hombre la encerrara en templos y coronas.

Elara frunció el ceño.
—¿Y por qué yo?

Él se detuvo frente a ella.
—Porque tu linaje fue el primero en romper el equilibrio. Tu sangre lleva tanto la bendición como la culpa. Si no reclamas el Jardín, lo hará alguien más. Y si cae en manos equivocadas…

—¿Como en las del rey?

Cassian asintió.
—O peor. En las de los Inquisidores Florales.

Elara sintió un escalofrío.
Miró el horizonte: una cadena de montañas cubiertas por nubes negras. Detrás de ellas, según Cassian, dormía el Jardín Sagrado.

Mientras tanto, en la Ciudad Alta, Adriel Rozen observaba la destrucción desde el balcón del salón del trono.
Las rosas carmesí que una vez habían adornado los muros estaban marchitas, convertidas en ramas secas. El aire olía a ceniza.
Los nobles murmuraban, y los sirvientes evitaban mirarlo a los ojos.

El Duque Kael, su padre, había ordenado quemar los jardines para evitar la propagación de la maldición, pero el fuego se había vuelto contra ellos. Las llamas tomaron forma de espinas, devorando los invernaderos y extendiéndose hacia las torres.

Lady Eirene, su madre, estaba postrada en cama. Su piel se cubría de manchas oscuras, como si las venas se transformaran en raíces.

Adriel se arrodilló junto a ella.
—Madre… el fuego no la detuvo.

Ella lo miró con los ojos vidriosos.
—Porque el fuego es parte del Jardín, hijo mío. No puedes destruir lo que nace de la misma sangre que corre por tus venas.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?

Eirene le tomó la mano con debilidad.
—Encuéntrala. Antes de que el bosque lo haga.

Adriel bajó la mirada.
Sabía a quién se refería.
Elara.

Esa noche, los Inquisidores Florales irrumpieron en la sala del consejo.
Sus armaduras estaban cubiertas de símbolos verdes, y sus ojos ardían con una luz sobrenatural. El líder, Prelado Heskir, levantó un pergamino.

—Por orden del Trono y del Jardín, declaramos a Elara de Rozen hereje y portadora del brote impuro.

Adriel se puso de pie.
—¿Y qué harán con ella?

—Lo que debe hacerse con las raíces podridas: arrancarlas.

El príncipe apretó los puños.
—Si la tocáis, estaréis condenando el reino entero.

Heskir sonrió con una calma gélida.
—El reino ya está condenado, Alteza. Solo intentamos decidir quién florecerá de sus cenizas.

De vuelta en el bosque, Elara y Cassian llegaron a una aldea abandonada.
Las casas estaban cubiertas por hiedra luminosa y los pozos exhalaban vapor de savia. En el centro, una fuente de piedra derramaba agua negra que formaba figuras en movimiento.

—¿Qué es este lugar? —preguntó ella.

Cassian miró alrededor con respeto.
—El último santuario del Culto de las Rosas. Aquí vivían los fieles del Primer Jardín. Desaparecieron cuando el rey selló la entrada al norte.

Elara se acercó a la fuente. En el agua vio su reflejo… pero no era su rostro. Era el de una mujer con ojos dorados y un manto de espinas.

—¿La ves? —susurró Cassian.

Elara asintió, temblando.
—¿Quién es?

—La Reina de las Espinas. La primera portadora del Jardín. Algunos dicen que aún vive, atrapada entre las raíces del norte.

El reflejo habló:

“Cada flor tiene su sombra. Cada sombra, su precio.”

El agua se agitó y el rostro desapareció.

Cassian respiró hondo.
—No debemos quedarnos más. Los ecos del norte están despiertos.

Elara se apartó lentamente, pero al hacerlo notó algo.
Un tallo negro había brotado del suelo, justo donde había estado arrodillada.

La rosa creció en segundos, abriéndose con un sonido húmedo.
Dentro de ella, un ojo humano la miró.

Elara gritó. Cassian la sujetó, arrancando la flor de raíz y arrojándola al fuego.
El ojo se disolvió entre las llamas con un suspiro.

—¿Qué era eso? —preguntó ella, horrorizada.

—Los ecos. Manifestaciones del Jardín que buscan huésped. —Cassian escupió al suelo—. Estás despertando su atención demasiado pronto.

Elara respiraba con dificultad.
—Entonces debemos apresurarnos. Antes de que me consuma.

Cassian asintió, pero en su mirada había un rastro de miedo que no quiso mostrar.




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