Juego de Rosas

La Rosa y el Exilio

La noche cayó sobre Valdaria con la violencia de una espada.
El cielo ardía en tonos púrpuras y negros, y desde las torres del castillo se alzaban columnas de humo, perfumadas con el incienso y la sangre de una ceremonia interrumpida.
Los tambores de guerra resonaban entre los muros, y las campanas repicaban sin orden, como si hasta el bronce sintiera el miedo.

Elara corrió por los corredores del ala norte, arrastrando la falda desgarrada de su vestido ceremonial. Detrás de ella, los pasos de los guardias y el eco de los gritos llenaban los pasillos. Aún podía oler la ceniza del altar, el pétalo carmesí que había flotado sobre su palma y el instante en que la Rosa Negra floreció en presencia del Consejo.
Desde entonces, el caos.
Desde entonces, la maldición.

—¡Ciérrenles el paso! —gritó un capitán desde la escalera, su voz perdida entre el estrépito de acero—. ¡No dejen que la bastarda escape!

Elara giró la esquina, jadeante, y casi chocó con una sombra. Una mano se posó sobre su boca antes de que pudiera gritar.

—Shh... —susurró Adriel, su rostro cubierto por el polvo y la desesperación—. Por aquí.

El príncipe, vestido con ropas comunes, la arrastró hacia un corredor oculto detrás de un tapiz que representaba la Guerra de las Rosas Antiguas. Cruzaron un pasadizo estrecho, húmedo, donde las raíces de los muros parecían palpitar.
Solo cuando las voces quedaron atrás, Adriel la soltó. Sus ojos —dorados, como el reflejo del sol en el vino— la buscaron con una mezcla de temor y ternura.

—Elara… lo que pasó en la ceremonia… ¿tú lo sabías? —preguntó con voz baja.

Ella negó, todavía temblando.

—No. Solo hice lo que la sacerdotisa ordenó. Puso la daga en mi mano y me dijo que ofreciera mi sangre. No sabía que… —su voz se quebró— …que la rosa respondería.

Adriel apartó la mirada.
—El Consejo cree que has despertado la maldición. Mi padre ya firmó la orden de ejecución. Dicen que la Rosa Negra renace cuando el trono está por caer.

Elara lo miró, incrédula.
—¿Y tú lo crees?

Él tardó en responder.
—Creo en ti —dijo finalmente—. Y eso basta.

Un temblor recorrió el pasadizo. Las raíces del techo se agitaron, cayendo en polvo. Algo antiguo parecía moverse bajo el castillo, como si las mismas entrañas de Valdaria respondieran al despertar de la rosa.

Adriel la tomó de la mano.
—Cassian nos espera en los establos. Dice que puede llevarnos más allá del Muro de los Rosales, hacia el exilio.

—¿Cassian? —susurró Elara, desconfiando—. ¿Por qué te ayudaría?

—Porque me odia menos que a mi padre. Y porque dice que… tú le perteneces.

Elara se detuvo, fulminándolo con la mirada.
—Yo no pertenezco a nadie.

El príncipe sonrió, apenas.
—Entonces díselo tú misma.

Los establos estaban envueltos en una penumbra salpicada por antorchas. El olor a heno quemado se mezclaba con el de los caballos nerviosos. Cassian aguardaba junto a una yegua blanca, con la capucha echada sobre el rostro y una espada curva al cinto.
Su presencia parecía alterar el aire, como si la oscuridad lo reconociera.

—Llegan tarde —dijo sin mirarles—. La Guardia Real ya está en los patios. Tenemos minutos, tal vez menos.

—¿Cómo sabes tanto? —preguntó Adriel con desconfianza.

Cassian levantó el rostro. Sus ojos, de un gris translúcido, parecían no reflejar luz alguna.
—Porque fui yo quien abrió las puertas —respondió con calma—. Las cerraduras del castillo solo obedecen a la sangre de quien las forjó. Y mi madre fue la hechicera del rey antes de que la quemaran por herejía.

Elara se acercó lentamente.
—¿Por qué nos ayudas?

Cassian la observó un largo instante, y en su voz hubo algo casi reverente.
—Porque la Rosa Negra no debería existir. Y sin embargo… tú la hiciste florecer.
—¿Y eso te aterra o te atrae? —replicó ella.

—Ambas cosas.

Elara sintió un escalofrío.
Cassian extendió la mano. En su palma, un pétalo negro brilló como obsidiana.
—Esto cayó del altar cuando la rosa se abrió. Lo tomé antes de que lo destruyeran.
Elara lo tocó y sintió un pulso tibio, como un latido.
—Está vivo —susurró.

—Y te busca —dijo Cassian—. La rosa tiene voluntad propia. Es la flor del Deseo y del Dolor. Nació del sacrificio de una reina que amó a su asesino. Su sangre aún alimenta las raíces del castillo. Por eso todo muere a su alrededor.

Un grito resonó afuera. Los tres se miraron.
—Ya nos encontraron —murmuró Adriel—. ¡Rápido!

Montaron sin perder tiempo. Cassian abrió el portón con un gesto, y las cadenas se soltaron como si el hierro obedeciera su voz. Cabalgaron hacia la oscuridad, mientras detrás de ellos el castillo de Valdaria ardía. Las torres, envueltas en fuego, parecían coronas de espinas.
Elara no miró atrás.

Cabalgaban entre bosques húmedos, bajo una lluvia fina que olía a tierra y miedo. A cada paso, la tierra se abría como si respirara. Elara sintió que algo los seguía, invisible, entre los árboles.
De pronto, el suelo vibró, y las raíces se alzaron como serpientes, envolviendo los cascos de los caballos.

—¡Magia vieja! —gritó Cassian—. ¡El castillo nos persigue!

Elara cerró los ojos. Dentro de ella, algo respondió. Un calor se encendió en su pecho, y las raíces retrocedieron.
Adriel la miró, asombrado.
—¿Qué hiciste?

—No lo sé… —susurró ella—. Solo lo sentí.

Cassian la observó con una mezcla de respeto y temor.
—Elara… las rosas te obedecen.

Al amanecer, llegaron al límite del reino: el Muro de los Rosales, una muralla viva que dividía Valdaria del exilio. Cada tallo estaba cubierto de espinas del tamaño de dagas.
Cassian desmontó y hundió su espada en la tierra.
—Más allá de esto, el reino no tiene poder. Pero una vez crucemos, no podremos volver.




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