Jugando al detective

El noviazgo (II)

Despertó al alcanzar los rayos del sol su rostro somnoliento. En su embriaguez había olvidado cerrar las cortinas. Cuando se levantó, se sentía completamente descansado. Miró el reloj: las 7:13 de la mañana. Tomado en cuenta que se durmió a eso de las nueve de la noche, había dormido unas diez horas.

Se descubrió hambriento, puesto que no había cenado la noche anterior, pero temía ir a la cocina por el desayuno. Sin duda le esperaba otra reprimenda por parte de sus padres. Ambos iban a una iglesia evangélica (si bien Santi sospechaba que su padre lo hacía solo por complacer a su madre) y que su hijo tomara, cuanto menos que era menor de edad, no les hacía ninguna gracia.

Al final, el hambre pudo más y decidió que arrugaría el rostro como otras veces.

Resultó que no hubo demasiadas palabras duras esa mañana. Su padre se había ido al trabajo y su madre no estaba muy locuaz. De hecho, doña Ana era parca en palabras casi siempre. Santi se preguntó si existía algún gen que transmitiera el mutismo y si él lo había heredado.

—¿Dónde estuviste anoche? —preguntó.

—Me encontré con Germán en una cervecería y me invitó a tomar de su Jack Daniel’s. Hacía frío, nunca había probado esa bebida, y acepté. —Explicó. Santi no era dado a mentir de no ser absolutamente necesario.

—¿Germán? Yo solo conozco un Germán.

—Sí mamá, ese Germán.

—¿El hermano Germán? Estás bromeando, ¿verdad?

—Mamá, ¿suelo yo bromear?

—Casi no. Pero deberías hacerlo más a menudo.

Santi se encogió de hombros y empezó a devorar sus tostadas.

—Así que hubo pelea de pareja. Ya decía yo que Mila se veía muy taciturna esta mañana.

—Mamá, eres de las personas menos curiosas que conozco, pero, si se te presenta la oportunidad, ¿le preguntarías a Camila por qué terminó a Germán? ¿O a doña María?

—¿No te lo dijo Germán?

—Él tampoco tiene idea.

—Curiosearé solo si se presenta la oportunidad. No por ti, sino porque estoy intrigada. El de esos dos, era uno de los noviazgos más sólidos que he conocido.

—Sí, yo también.

Cuando se retiraba para darse un baño, su madre le hizo una invitación.

—Acompáñanos esta noche a tu padre y a mí a la iglesia, quizá así dejes la bebida.

—Mamá, que no tomo, es un de vez en cuando.

—Así empiezan todos. Ya viste lo que sufrimos con tu padre hasta que el Señor lo rescató.

Santi se marchó sin decir nada. No lo regañó, pero, de hecho, sus palabras le sentaron peor que una regañina.

Eran las ocho y cuarto cuando regresó a su habitación envuelto en una toalla. A través de la ventana vio a Germán hablar con Camila en el corredor de la casa. Sin dejar de mirar, se puso los pantalones. Gesticulaban: él preguntaba o reclamaba con aspavientos y ella negaba con la cabeza, rechazando sus acusaciones. Luego se invirtieron los papeles. Ella empezó a hablar y Germán a negar con la cabeza. Santi supuso que le estaría echando en cara el que se fuera a emborrachar.

Al verlos así, Santi sintió verdadera tristeza. Se preguntó por qué el corazón humano era tan voluble en sus emociones y a la vez tan frágil. «Como un barco que sale al mar preparado para enfrentar tempestades, el corazón también debería estar hecho para sobrevivir a los vericuetos de los sentimientos sin sufrir apenas zozobras —pensó—. Pero los barcos también llegan a romperse —se contradijo—. Sí, como los corazones. Al final, parece que no existe tanta diferencia.»

Se quedó de pie un rato, mirando la calle sin ver, ensimismado, hasta que cayó en la cuenta de que la discusión había terminado. Germán se había marchado y Camila permanecía sentada en el pasamanos del corredor, llorando al parecer.

Santi no lo pensó dos veces, se puso la camisa con prisas y salió disparado. Puso su mejor cara de ocasión al acercarse a la joven.

—Mila, ¿estás bien? —preguntó con tiento.

La joven se sobresaltó y lo miró un segundo. Al ver su gesto y sus ojos, Santi evocó el recuerdo de un cervatillo asustado.

—Santi, ¿qué haces aquí? —Se limpió las lágrimas y procuró adoptar la serenidad de siempre.

Camila era una muchacha muy bonita. De largo cabello negro y ojos igualmente negros y grandes. Tenía veintidós o veintitrés años y se había mudado con su tía hacía dos años y medio. Santi incluso recordaba la fecha. Él y Daniel. Tenían quince años y ambos habían estado enamorados de la muchacha. Pero fue un enamoramiento utópico. Este había cesado en cuanto supieron que tenía novio.

No obstante, un rescoldo de ese sentimiento permanecía en él. Y es que, para Santi era imposible no sentir una pizca de enamoramiento por cuanta mujer hermosa se cruzaba en su camino.

—Te vi por la ventana —explicó—. Los vi. Sé que has dejado a Germán. Él me lo contó.

—Lo sé. Estuviste con él anoche en un bar. ¡En un bar! ¿Te lo puedes creer? Aunque ya no importa.

—Sí que importa. Él te ama y tú a él, lo noto en tu sufrimiento.




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