Y lo pensé. Esa noche no pude dormir. Yo no podía creer o no quería entender la traición. Que te traicione la mujer que amás y encima te traicione tu mejor amigo, no entraba en mi cabeza. Por más que diera vueltas y vueltas pensando, y aparte lograba que mi cabeza esté más acelerada que de costumbre. A Cecilia no era que yo esperara que me traicionara, pero podía entenderla un poco más, todos somos humanos y podemos caer en las tentaciones diarias que se nos aparecen. Más a una mujer tan linda como ella. Cuando iba por la calle conmigo la mayoría de los tipos se la comían con los ojos, así que no quiero ni imaginarme cuando estaba sola, aunque ni siquiera hace falta imaginarlo, sabía que era así. No solo por su belleza, sino porque los hombres son, somos, de terror. Estamos al acecho todo el tiempo y con todas las mujeres. Estamos siempre alertas en busca de una nueva presa sin darnos cuenta que muchas veces las presas terminamos siendo nosotros. Por eso lo de Cecilia no era algo extraño, yo también tenía mi grado de culpa, mi alto grado de responsabilidad. La tenía postergada, no salíamos mucho juntos, hay veces que salíamos y casi no hablábamos, la relación estaba en una meseta, se estaba destruyendo poco a poco por la rutina que no supimos manejar. Encima yo le era infiel con cuanta mina pudiera, con cuanta mina me diera bola. Amén de la relación casi paralela que tenía con Jazmín. Pero esa es otra historia. Por dentro sentía que más allá del dolor que me había provocado su infidelidad, yo me lo merecía. Y con creces. Me había pagado con mi misma medicina, eso sí; su golpe había sido más efectivo y doloroso. O eso creía yo. Tengo que confesar que a veces he pensado que ella no sufría cuando yo la traicionaba, pero ahora me doy cuenta de lo equivocado que estaba ¿Quién no se siente herido cuando tu persona de confianza te es desleal? Había sido tan estúpido que minimicé mis traiciones y aventuras que eran porque sí, por el simple hecho de sentirme más hombre, más macho, cuanto mayor cantidad de mujeres me acostara sería mejor para mí. Se alimentaba mi ego hasta límites insospechados. Que estupidez. Que torpeza. Que inmadurez.
Y ahora sentía que ya no podía verla a ella como antes. MI ego estaba tan herido que no podía perdonarla, no me lo permitía. El macho perdonando a la hembra infiel, eso jamás podría pasar en mi mundo, en mi cabeza de hombre básico y estúpido.
Como dije, la traición de Cecilia podía entenderla y hasta justificarla. La de Juan, no. Definitivamente no. No había manera de entenderla. Más allá de que los hombres decimos que a los amigos no se los caga por el simple hecho de que son amigos y punto. La mujer de los amigos tiene bigotes y todas esas pavadas que podemos decir. Juan, más allá de todo, era más que un amigo, era mi hermano. Era el hermano que nunca tuve. Yo lo admiraba. Era mi otra parte en esta vida. O al menos yo creía que era así hasta que me enteré de su relación con mi novia.
Yo siempre lo había admirado. Juan era ese tipo de hombre, o mejor dicho, ese tipo de personas que nunca pasan desapercibidas. Aunque no era para nada lindo. No era muy alto. Era extremadamente flaco, un poco narigón, algo encorvado. Pero tenía algo que lo hacía irresistiblemente atractivo a las mujeres; su verso. Juan sabía lo que decía y como decirlo. Y cuando. Y en que tono. Yo estaba seguro que eso era una virtud natural en él, no había dudas de que había nacido con ese don. Pero encima lo había alimentado. Encima de que era un gran estudiante, también era un gran lector de todos los temas humanísticos. También leía novelas, poesías, cuentos, ensayos. Era, sin dudas, un lector voraz. Cuando estábamos juntos yo podía escucharlo horas, casi sin interrumpirlo. No había tema que no supiera. Historia, geografía, política, literatura, pintura. Y era muy inteligente. El leía algo y ya lo comprendía. Aunque fuera algo complejo. Matemática, física, química. Yo a veces me sentía intimidado cuando estaba con él, sobre todo cuando salíamos con chicas en parejas. Yo era la belleza exterior, la altura, los ojos azules, los músculos. Era lo efímero. Era lo que se mira con admiración al principio pero que luego, al tenerlo de cerca y acostumbrarse, va perdiendo su brillo. Va desapareciendo esa atracción de la primera vista. Juan siempre tomaba el mando de las conversaciones. Fuera donde fuera. Así hubiera dos personas o cientos. Conociera o no conociera a la gente. Poco le importaba. Si él tenía algo que decir, iba y lo decía. No importaba mucho a quien tuviera enfrente. Por eso le costaba mantener sus trabajos. Sobre todos los trabajos rutinarios en los que debía seguir órdenes preestablecidas o dictadas por algún superior. Y sabemos que generalmente los superiores no son tan superiores. Pero con el tiempo también pude ver el lado oscuro de Juan, que como todos, también tenía. Debido a su gran inteligencia, cultura y sabiduría; no podía evitar ser soberbio. Y por ese motivo, muchas veces, le caía mal a la gente. Debo reconocer que eso pasaba hasta que lo conocían bien; pero no es que dejaban de verlo soberbio, simplemente se daban cuenta de que era un buen tipo pero con ese defecto tan propio de los intelectuales: la soberbia.
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Editado: 28.02.2018