Minerva quiso acelerar el paso, pero caminó con dificultad sobre el asfalto mojado, debido al torrencial aguacero que le impedía ver con claridad dónde pisaba. Temía que su costoso abrigo y sus hermosos zapatos de piel se dañaran y tampoco quería romperse los dientes.
Había tenido el peor día de su vida desde que abrió sus ojos cafés. Encontró a su gatita Kira, enferma. Al abrir la ducha, se dio cuenta de su avería cuando la congeló en segundos. Se quemó la boca con su capuchino, su bebida sagrada. Y por si fuera poco, al salir de su apartamento, se encontró con el espantoso tráfico de la época, por lo que llegó tarde a su videoconferencia con los agentes de Tokio y al finalizar la reunión, todo empeoró.
Gloria Perdomo, su imponente jefa, le pidió ser la representante de la empresa en la campaña benéfica "Juguemos a la Navidad" que ellos auspiciaban ese año. Como si ella tuviese tiempo de sobra para perderlo con niños enfermos o desvalidos, justo en esa fecha, donde toda la gente fingía felicidad y deseaba amor o paz aún a sus peores enemigos. Prefería morir ahogada en trámites burocráticos, pasarse media vida en cualquier aeropuerto del mundo por un vuelo suspendido e incluso, buscar un local en un pueblo al final del mundo que no figurara en ningún mapa que ir allí.
Cubrió su reloj un poco de la lluvia para poder ver la hora y se horrorizó, al percatarse de lo tarde que era, gracias a uno más de sus castigos ese día; su auto había muerto tres cuadras antes. Se preguntó si se podía tener peor suerte.
La respuesta llegó de inmediato. Al subir al ascensor, un hombre la observaba casi sin pestañear, lo que la hizo retroceder para alejarse un poco. Sujetó su bolso y con disimulo, introdujo su mano hasta apretar el pequeño recipiente de gas pimienta con determinación. Trataba de obligar a su mente que recordara las clases de defensa personal que había tomado hacía un par de años.
—¡Qué mira! —exclamó, fingiendo una seguridad que no tenía, al notar su sonrisa de conformidad que iba acompañada de una mirada altanera que recorrió su cuerpo de la cabeza a los pies, indignándola e inquietándola más.
—Nada. Qué podría ver. Solo vengo a jugar a la navidad, igual que usted —respondió alzando uno de sus hombros y curvando la ceja derecha con desdén.
Parecía que el ascensor se empeñaba en ir más lento de lo normal y ella encerrada allí, con ese hombre tan corriente. No se veía mal, pero no era su tipo. Era tosco, con muchos músculos y ella prefería los hombres más… refinados. Notó su incomodidad en ese traje, pues no dejaba de intentar abrir espacio entre su cuello y la corbata. Iba mojado igual que ella, pero eso no parecía importarle.
Minerva sólo deseaba que ese desgraciado día acabara de una vez por todas. Acariciaría un par de mocosos, convencería a algún tonto empleado de la fundación para tomarse una fotografía usando los productos de su empresa. Persuadiría a cualquier periodista de que le realizara una entrevista para el día siguiente y asunto arreglado. Se iría a su lujoso apartamento y dormiría plácidamente, desconectándose de cualquier vínculo con el exterior.
El timbre de las puertas sonó al llegar al piso quince. Ella pudo respirar al fin cuando se abrieron y se desvió al baño para arreglarse un poco. Sin embargo, el hombre que la acompañaba en el ascensor la seguía a cierta distancia. Aceleró y logró entrar al baño justo en el momento en que él hacía un gesto para llamar su atención. Le pareció escuchar que la llamó por su nombre, pero eso era imposible. Jamás había visto a ese hombre antes. Aunque para ser sincera, nunca se fijaba en nadie si no era necesario para ascender en su carrera.
Una mujer de la tercera edad era la única en el baño de damas y al notar su presencia, le dedicó una agradable sonrisa. Minerva intentó recomponer el estropicio que la lluvia le había causado a su maquillaje y a su cabello. Mientras lo hacía, la señora la veía de reojo y ella no pudo evitar mirarla directamente para saber qué se le ofrecía.
—Disculpa —dijo la mujer mostrando un poco de vergüenza al ser descubierta—, te vi y no pude evitar ver a mi hija en ti. Me la recuerdas mucho. Ahora se vería más o menos como tú.
Minerva quería evitar esa conversación. Odiaba que un desconocido le hablara sobre temas personales. Ella no solía sentir empatía por nadie y menos en situaciones dolorosas como intuyó que era lo que la anciana iba a decir. La verdad es que nunca sabía qué decir. No quería ser grosera, así que sólo asintió sin responderle. Su vida tampoco había sido fácil y no iba por allí, contándole a todo el mundo sus tragedias.
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Editado: 20.11.2019