Juguemos a la Navidad

Capítulo 2

Al salir del baño, escuchó la voz de la anciana reprendiendo a alguien como si fuera un niño y fingió una sonrisa para mostrarse accesible ante la criatura demoniaca que esperaba encontrarse. Su sonrisa se amplió al ver la escena y se acercó para burlarse de la cara de tragedia que tenía el acompañante de la señora.

–¡Mamá, me estás avergonzando! —susurró cuando Minerva se acercó. Al verla, se sonrojó, al punto que parecía un adorno navideño recién pulido.

—Pero, Diego. Eres tú el que se presenta hecho un guiñapo mojado. Mira cómo vienes —decía la anciana, mientras intentaba reacomodar la corbata maltrecha del joven.

—Está diluviando, mamá. No estaba lejos y…

—No digas más. En lugar de llamar a alguien para que fuera por ti, decidiste admirar el panorama bajo la lluvia. No tienes remedio, espero que este retiro… —La mujer volteó justo en el momento en que Minerva se detuvo a su lado.

Con una sonrisa, le tomó la mano, juntándola con una del hombre del ascensor. Ambos intentaron zafarse del agarre, pero la diminuta anciana, los haló con fuerza y logró su propósito. La enorme y tosca mano de Diego, reposó ardiente sobre la fina de Minerva.

—Diego, ella es Minerva Galo, viene representando a la firma de abogados de Gloria y será tu compañera en la cabaña. Él es mi hijo, Diego Merino.

Los ojos de Minerva se agrandaron como nunca. Pero qué decía esa loca señora: “¿Compañera, cabaña? ¿Con ese hombre salido de un programa de hazlo tú mismo?”. No, eso no era posible. Volteó a observar el lugar al que había ido y se dio cuenta que en el salón no había niños, ni decoración para una cena benéfica.

Todos se juntaban en parejas con tarjetas con cintas rojas, verdes o blancas en sus manos. Al regresar su mirada a las dos personas a su lado, el hombre llamó su atención agitando una con cinta color rojo con un número debajo, justo como la que había recibido esa tarde de parte de su jefa. Ahora entendía la trampa en el nombre del evento. En qué clase de broma de mal gusto la había involucrado esta vez. Era cierto que eran muy buenas amigas, que la veía como un ejemplo a seguir, pero si le había fastidiado las vacaciones, se las cobraría muy caro en las próximas horas que facturara.

Después de un momento de conmoción y de un ron con cola que tuvo que tomar sentada, casi de un trago. Diego y a su madre le explicaron que no era una broma. La mayoría de parejas ya habían salido del salón y solo quedaban una más y ellos. Se preguntó con recelo a qué tipo de gente se le ocurría pagar cuantiosas sumas para pasar la navidad con un desconocido. Era lo más absurdo que había escuchado en su vida.

 

Media hora de trayecto más tarde, la idea absurda, le empezó a parecer una locura. Se imaginó a sí misma en la sección de sucesos de los periódicos locales o perdida en un lugar desconocido sin que nadie pudiese encontrarla. Diego le explicó que no iban a cualquier lugar. Les asignaban hogares sustitutos donde vivían niños huérfanos, para darles unos días libres a las personas que los tenían a su cuidado. Pasarían un par de días con los padres por elección que es como les gustaba ser llamados, para aprender sobre la rutina de los mocosos.

A ellos les correspondía un hogar con unos gemelos de nueve años, por fortuna, porque Minerva confesó para diversión de Diego que no sabría qué hacer con un bebé a su cuidado. Recordó a su preciosa Kira, gracias al cielo se la había dejado a su vecino para que la cuidara. Él no puso ningún inconveniente por quedarse con la gatita. Intentó comunicarse con Gloria, pero no le respondía las llamadas. Se limitó a enviarle un mensaje, dándole una dirección para recoger las maletas que con ayuda de su vecino había hecho para ella.

Leía el informe que Diego le entregó al salir. Mientras él conducía, empezó a sonar en la radio un tormentoso villancico sobre una noche de paz. Ella se apresuró a cambiar de estación y la reacción de él fue la misma, ambos rieron por la aversión que parecían compartir con esa fecha.

Ella ya no lo veía tan rudo. Su sonrisa aparentaba ser sincera y sus ojos negros le trasmitían una especie de tranquilidad que no podía explicar. Algo de lo nunca gozó en toda su vida.

—¿No te da miedo viajar con un desconocido? —preguntó Diego, sacándola de los terribles recuerdos infantiles que había procurado olvidar con el tiempo. Todos ellos estaban llenos de hambre, dolor y abusos y ahora su vida era muy distinta.

—Sé cuidarme —respondió Minerva viendo la lluvia a través de la ventanilla—. Me gusta la lluvia —confesó sin motivo alguno.




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