La lluvia caía pesadamente sobre las maltrechas calles del pueblo. No llovía torrencialmente, pero poco a poco las esquinas eran algo difícil de transitar si conducías un auto, ni hablar de poder cruzar andando a pie. Los charcos y el fango blanco eran peligrosos. Lo sabía por experiencia. Hacía años que me empeñaba en tomar mis vacaciones allí. Aunque estas, claro, las había tomado casi por urgencia. Casi obligadamente. No es que eso me disgustara en lo más mínimo, pero si no me hubiese ido de casa todo habría sido peor. Así que ahí estaba. Sola en mis vacaciones.
Desde el porche de la casa miraba la lluvia, los charcos, las hojas que caían arrancadas por el viento, el brillo plateado del césped, los insectos que huían para refugiarse. No tenía ganas de nada, y al mismo tiempo ganas de todo. Sentía como si mi estómago contuviese dentro una bomba atómica y no se decidiera a hacerla explotar. Me revolví en mi reposera de playa. Tenía que desconectarme del manicomio que era mi cerebro. O eso o todo terminaría peor de lo que ya estaba. Tomé la novela que trataba de leer hacia al menos dos horas, quería concentrarme en algo como sea. En algo que no fueran mis estúpidas preocupaciones. Si iba a estar sola, de ninguna manera iba a ser dándome cuerda yo misma. Tenía pocas posibilidades en mi vida de estar sola y hacer lo que quería. No podía ni iba a desperdiciar esta.
Entré en la casa y dejé la novela sobre la mesa ratona del living. Miré en derredor y todo brillaba de limpio. Había hecho un buen trabajo, pero también me había asegurado de quedarme sin nada para hacer en mis tiempos libres, que ahora eran todas las horas del día. El reloj marcaba recién las 8 de la mañana. Quedaba un largó día por delante. Y el pronóstico era aburrido. Trabé las puertas solo por costumbre, allí, en ese pueblo perdido entre los árboles nunca sucedía nada. Regresé a mi habitación con Francesco, mi perro. Lo miré con ternura mientras lo veía subir despacio. Estaba segura que una parte de mi existencia se sostenía solo en la suya. Así de grande era mi amor por esa bola peluda color crema que me dedicaba su vida entera sin importar nada de nada.
La lluvia se había descarriado y muy a mi pesar me dejaría allí encerrada. Francesco se acomodó en la colcha y me miró como incitándome a hacer lo mismo que el. No tenía sueño, es más, dudaba de poder dormir demasiado tiempo en aquella casona. Ese era un factor capaz de arruinar mis vacaciones, lo sabia, pero no podía hacer nada al respecto. No es que tuviese miedo, no era eso. Es difícil de explicar, pero no se trata de miedo. Es como estar alerta de un momento a otro. Aun si no había nada que lo incitara. Sí, ese era el sentimiento que me invadía cuando la casa se sumía en el total y absoluto silencio. De una extraña y sugestiva alarma, extrañeza. Como si se colara por tu cuerpo la sensación vacía y casi pegajosa de ese segundo antes, a eso que no sabemos qué es, pero va a ocurrir, el segundo antes de la fatalidad que nunca acontece o termina de llegar. La casa confería la sensación de que de algún modo miraba, vigilaba, como cuando un montón de gente de pronto cesa de hablar para observar a alguien que hizo o dijo algo estúpido o sumamente interesante. Da igual. La casa me observaba en ese momento, toda ella. Y cada rincón, cada sombra proyectada, cada pasillo era motivo de paranoia. Solo la lluvia y los ruidos externos a la casa corrompían el insoportable sonido del silencio.
Me senté a su lado, arrellanándome en la colcha tibia por su cuerpo y tomé la taza de té de menta que me hiciera horas antes, cuando apenas amanecía en el horizonte difícil de divisar detrás de las copas de todos los árboles y las malezas trepadoras que rodeaban la casa, casi en un perfecto tejido natural. Estaba helado y asquerosamente dulce, aun así decidí tomarlo. Las circunstancias que me habían hecho propietaria de esa casa todavía me sorprendían. Corría el 15 de enero. Hacia tan solo veinte días que la había adquirido. Mi vida hacia menos de un mes era absolutamente diferente a lo que iba a ser de ahora en más. Y eso en parte me alegraba y en parte me desesperaba. No estaba preparada para el giro. Tan solo tenía veintitantos años y muy pocas experiencias como chica millonaria. Para decirlo de una manera.
Un golpe en la puerta me hizo dar un tremendo salto arrancándome por completo de mis recuerdos revueltos. Francesco hizo lo propio en su lugar de la cama ladrando estrepitosamente. El té de menta o lo que quedaba de el era una mancha en la alfombra color canela de la habitación. Susurré un juramento, mientras me acercaba a la ventana. Para ser que aquel pueblo apenas contaba con señal telefónica, (no había calles de asfalto, ni Internet y mucho menos cable televisivo) si contaba con un servicio de reparto de periódicos y revistas de toda índole a domicilio. Imaginé que la gente que adquiría viviendas en aquella parte del pueblo solo las utilizaba para vacacionar y alejarse del mundo ruidoso de las ciudades. Una especie de retiro espiritual casero.