Julieta quiso quedarse

Julieta

   Clara era más rápida que yo. Por más que lo intentara, ella movía sus piernas con una agilidad envidiable. Siempre le decía que se parecía a la gacela de los dibujitos, los que mirábamos juntas a la hora de la leche. Y Clara corría por la arboleda del campo de mi tía como la gacela de la tele. Los rulos rubio ceniza rebotaban sobre sus hombros, y su risa pícara me llegaba como campanitas arrastradas por el viento. Ella siempre ganaba, y a mi me gustaba que lo hiciera. Sus ojos grises, como los míos relucían de orgullo y sus mejillas se alboreaban. Amaba verla tan feliz, porque quería a Clara con locura, aunque a veces me hiciera la superada. Con la locura que se quiere al mejor amiguito de la infancia.  Porque aunque fuéramos primas, nosotras, nos queríamos como mejores amigas.

   Ese día Clara se había puesto su vestido rosa con puntillas, el que yo pensaba secretamente que habría sido de una princesa. Porque las princesas llevan el rosa y les queda perfecto, como le quedaba a Clara.  Daba vueltas sobre sus pequeños pies y la pollera se inflaba y brillaba al sol casi con magia. Yo la miraba obnubilada. Y Clara me ofrecía algún vestido suyo, y jugábamos las dos a las princesas. Pero ese día, ese día no quiso jugar a las princesas del castillo. Dijo que era más interesante y mágico jugar a las princesas del bosque. Me pareció una excelente idea. Le sugerí pedir permiso, pero ella dijo que las princesas no necesitaban de permisos, se mandaban solas. Y como ella sabía tanto de la realeza, porque la mamá de Clara leía mucho y después le contaba, supuse que sería así. Y no quería quedar como tonta con ella.  Así que sin pedir permiso nos metimos más y más entre los árboles, más allá de lo permitido. Clara tenía razón, el bosque era algo maravilloso, y ella de su boca y su imaginación hacia brotar por doquier hadas, elfos, enanos y hasta un príncipe para cada una. Tenía suerte de estar con alguien como Clara.  Caminamos bastante y los árboles eran cada vez más espesos a nuestro alrededor, y Clara decía que le gustaba porque era como un refugio. Y las princesas necesitan un refugio, para ir a ver a su príncipe. Como en los dibujitos. Entonces Clara dijo que tenia que charlar con su príncipe y yo con el mío para arreglar cuando y como nos íbamos a casar y cuales serian nuestros respectivos reinos. Cada una partió a su refugio que eran en sí, unos pequeños lugares que la naturaleza había reservado entre los arbustos, que marcaba los dominios de la una y la otra como princesas, al casarnos serian aún más grandes. Normalmente las supuestas reuniones ocupaban solo un par de minutos. La imaginación lo puede todo.

   Cuando volví a nuestro lugar de encuentro Clara no estaba. Ella era siempre la primera en regresar. Yo la esperaría y estaba segura de que Clara se sorprendería al comprobar lo rápido que arreglaba mis asuntos matrimoniales. Pero Clara no volvía, ni volvió. Fui a su refugio, pero no estaba. Y fue en ese instante cuando sospeché de que quizás estábamos muy lejos, de que habíamos salido sin permiso y de que quizás le hubiese pasado algo. Comencé a llamarla a los gritos, hasta que me ahogó el miedo y las lágrimas calientes mojaron mis mejillas y el cuello del vestido que me había prestado Clara.

  Clara no estaba y no estaba jugando a las escondidas. Ella no hacía eso. Entonces corrí, el terror me pisaba los talones y nunca me alcanzaba del todo. Como cuando corríamos carreras con Clara. Corrí y llegué a la casa de la tía Clementina, y entonces todo fue muy rápido. Gritos, mis tíos corriendo, mis padres corriendo, luces, policías, cintas que prohibían el paso y gente haciéndome las mismas preguntas todo el tiempo. Durante días.  Todo eso es una mancha en el tiempo. Porque el tiempo solo se detuvo y dejó de ser un borrón cuando escuché el grito de tía Clementina. Y entonces la vi, porque por más que trataron de que no la viera, la vi. Y esa imagen esta tatuada en mi alma con fuego. Su vestido rosa pendía de la camilla. Estaba manchado, nunca hubiese imaginado que alguien pudiese ensuciar el vestido de una princesa.  Quise correr y decirle que juntas nos vengaríamos de quien ensuciara así su vestido. Pero algo me detuvo. Algo frió, helado y muy afilado se instalo en mi cuerpo y en mi mente infantil. Algo que parecía flotar en mi estómago, algo irreversible. Tía Clementina apenas se mantenía en pie y lloraba y mi tío en horas había envejecido. No estaban felices de ver a Clara y eso solo quería decir una cosa. Una cosa tan sórdida que me dolió el espíritu, las piernas se me aflojaron y algo transparente comenzó a tironearme insistentemente hacia abajo. Clara, mi, Clara estaba muerta.

 

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