Julieta quiso quedarse

Julieta

  La cebolla me hacía llorar los ojos, aun así su aroma fuerte y ácido me fascinaba. Prendí el fuego y agregué el aceite a la sartén. Piqué morrón rojo y amarillo, y luego cebolla de verdeo. Enzo vendría a cenar a pesar de nuestra última pelea, y para arreglar esas diferencias iba a preparar su comida favorita. Pasta con tuco. Quería estar bien con él. No teníamos muy en claro en que iba a decantar nuestra relación, pero de momento estábamos bien así.

  La casa estaba en un total y absoluto silencio. Todos los ruidos provenían de mí y la cebolla que se freía rápidamente. Aunque la casa me observara, no me preocupaba. Era preferible la casa, a la custodia de Enzo las veinticuatro horas. Hacían exactamente diez días de lo ocurrido con el hombre vestido de negro. No había vuelto a suceder nada más. Enzo me había convencido de contratar un sistema de alarmas, cámaras y sensores que esperaba, valieran la pena, ya que había invertido una pequeña fortuna en ellos como condición para volver a mi hogar. No sabía a ciencia cierta si tenía miedo o no. O quizás me lo negara a mi misma, pero en ese instante no lo sentía.

   La cebolla estaba ya dorada, le agregué los demás ingredientes. Revolví. En media hora Enzo llegaría de su último turno. Al día siguiente viajaría a la ciudad, por lo que me encontraría sola. Le había pedido a Blanca que se quedase una noche conmigo, pero se había negado a pasar la noche las dos solas, por lo que Matt nos acompañaría. El chico me caía bien, y francamente yo necesitaba hacer amigos por esa zona. No tenía ninguna gana de pasar las tardes de invierno sola.

   Vertí el tomate y puse el agua para la pasta. Entonces lo sentí. Era como una energía que me acariciaba una parte de la cara. La parte en la que un par de ojos se posaba. Porque lo sabía, eran ojos. Levanté el rostro y el vidrio negro me devolvió mi propio reflejo. Hacía al menos dos horas que había anochecido, era imposible ver nada de afuera. Hice un repaso mental de las cámaras y alarmas. A diferencia de la otra vez, había cerrado cada puerta y ventana y todo el sistema estaba encendido. Aun así sabía, y no precisaba verlo, que alguien allí me observaba. La sangre comenzó a zumbarme en los oídos, pero permanecí impasible en el lugar en que estaba. Mirando la oscuridad. Hasta que, de improviso, como habían aparecido, esa energía y esa presencia, se esfumaron.

  La salsa estaba casi lista. La revolví. Y puse la pasta en la olla de agua hirviendo. Miré el reloj. Enzo estaba por llegar.

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