Julieta quiso quedarse

Julieta

-Julieta no puedo creer que te hayas pasado la mitad de la noche con ese desconocido. La verdad esto me supera –Enzo llevaba al menos media hora gritándome por toda la casa. –te llamé una docena de veces, y no fuiste capaz de responder. Todavía Querés que te crea que estaban charlando, ¿Es broma?

-¡No te estoy mintiendo! –Gemí – ¡podrías haber llegado en cualquier momento y vernos charlando! ¡Y eso lo sabes!

  Enzo me escrutó con rabia contenida. Tomó de un trago el whisky que se había servido unos momentos atrás.

-¡No me voy en este momento, porque no te quiero dejar sola! ¡Si te pasa algo no voy a perdonármelo nunca!

Se me rompió el corazón, porque me sabía inocente.  

-No estas obligado a quedarte. Esta el sistema de alarmas. Anda tranquilo.

-No voy a irme. –Se acercó y me tomó por la cintura –Julieta, no confió demasiado en esa gente.

Me solté con un movimiento brusco.

-¡No entiendo en que basas tu desconfianza! ¿En que no los conoces?

   Me miró, ya no había rabia en sus ojos. Parecía haberse calmado de un momento a otro. Enzo era desconcertante. Y extraño.  Me quedé uno breves instantes observándolo. Igual que al principio había algo en el que no terminaba de cerrarme. Pero no podía determinar que era. Sus cambios de humor constantes, como si de repente tuviese un control absoluto sobre sus impulsos, cuando momentos antes no lo tenía. O cuando pasaba de la dulzura extrema a casi rozar el rechazo. Me producía vuelcos en el estómago, como si me pegase una trompada.

-Quizás –masculló –no los conozco. Debe ser eso.

-Tenía entendido que conocías a toda la gente de este pueblo.

   Me miró y pude ver en su expresión un atisbo lejano de lo que parecía miedo. Quizás había alardeado para darse alas conmigo. Pero ahora ya no me parecía gracioso.

-Ellos no están aquí desde siempre. Francamente son unos desconocidos para todos.

  Iba a retrucar, pero no tenía ganas de seguir discutiendo con él. Estaba cansada. Matt se había quedado gran parte de la noche charlando conmigo y ni siquiera nos habíamos dado cuenta de como transcurrían las horas. Solo cuando Enzo entró en la casa y su cara se desencajó, caí en la cuenta de que eran las dos de la mañana. Matt se había ido antes de que lograra pestañear.

-Enzo ya está. Descansemos. Vos estas cansado y yo también. –Traté de hablar del modo más calmado que me permitía la situación -estás viendo cosas donde no las hay.

   Permaneció en silencio apoyado en el vidrio de la ventana más tiempo del que pude soportar. Podía ver su reflejo en el vidrio. No pestañaba, no había enojo, ni pena, ni alegría en su rostro. Solo una expresión de cansancio y quizás presión. Ni siquiera me había contado que razón lo había mantenido trabajando toda la noche. Quizás ese no fuera momento de preguntar, amén de que sirviera para distender la tensión entre los dos. 

-Que descanses Julieta –dijo al fin.

    Tomé a Fran en brazos y enfilé para la habitación. Qué él hiciera lo que le viniese en ganas. Una parte de mi quería reconciliarse y correr a abrazarlo. Enzo me gustaba demasiado, aun con sus rarezas. Pero por otro lado estaba ese gusto amargo, agrio. La sensación de no saber quién era o que quería, de estar insegura a su lado, inclusive después de todo lo que había hecho para mantenerme a salvo. A cualquiera que se lo hubiese contado me habría tomado por loca. Eso seguro.  

       En mi habitación hacia frío y la sensación de que las paredes me vigilaban me asaltó ni bien crucé el marco de la puerta como un golpe eléctrico. Un frío inusual en esa noche húmeda me recorrió la columna de cabo a rabo. Como si alguien vertiera sobre mi espalda de improviso un vaso de agua helada. Un estremecimiento me sacudió todo el cuerpo. O me estaba volviendo loca o allí había algo raro. Recorrí la habitación con los ojos, como si de verdad quisiese encontrar algo. Todo estaba normal: cortinas en su lugar, cama como la había dejado, libros tirados donde los tirara antes, calcetines usados, ropa por doquier. Dejé a Fran sobre la cama y trabé la puerta desde dentro. Prefería que las paredes me mirasen a que Enzo ingresara allí. Los ojos me ardían y los tenía sumamente enrojecidos, las manos me temblaban un poco. Estaba agotada y las discusiones me ponían tan nerviosa que quedaba como un zombi. La mejor solución era dormir. Al despertar sería otra la historia. Me metí en la cama y casi al instante caí en el inconsciente. Para mi buena suerte, los sueños que desfilaron por mi mente fueron gratamente tranquilos y calmos.




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