Julieta quiso quedarse

Clara

  Clara comía como una posesa. Habían logrado robar un par de gallinas de una granja, y había ayudado a asarlas. Esos dos últimos días habían comido poco. A medida que avanzaban al norte y se acercaban a destino, la zonas se volvían superpobladas y las posibilidades de pasar desapercibidos nulas. John era el más capacitado de todos para buscar un sitio en el que guarecerse de modo legal, su amabilidad era sumamente creíble y su rostro inspiraba confianza. Había logrado negociar con unos ancianos que poseían una granja, de quedarse en un rancho de adobe. Allí permanecerían dos días más para reponerse e investigar. Los alfas se habían deshecho de sus acompañantes enviándolos de nuevo a las cuevas del sur. Solo quedaban ellos, los Alfas y los prisioneros.

   Los ex cazadores Sofía y su padre permanecían atados con sogas de cáñamo y acónito, bajo la custodia de su alfa Clara. Ahora pertenecían a la manada de los Gefallen por mucho que eso les disgustara. Ambos estaban magullados y hambrientos, aprendiendo a durísimas penas la vida de los lupis en carne propia. A Clara, verlos en esas condiciones le hacía estremecer el espíritu, pero obviamente delante de los alfas no podía actuar como una ñoña. Se suponía que ella conocía las crueldades de la vida y de la guerra. Era a sus ojos la última Gefallen. Por ese motivo iba a tener que cuidarse de que Julieta no la viese nunca. Ella, estaba segura la reconocería, o al menos era lo que Clara quería creer.

-¿Querés? –Clara acercó un poco de pollo y papas asadas a Sofía. La chica estaba más que cadavérica y su anterior belleza había desaparecido casi por completo. Tenía la cara huesuda y su piel debajo de la mugre de tantos días, se veía amarillenta y amoratada. Sus ojos celestes eran pequeñas luces a punto de consumirse, hundidas en su rostro, rodeados de profundas ojeras oscuras y bruscos rasgos lupinos.

-¿Puedo? –dijo la chica. Tenía la voz rota, o al menos esa era la sensación que daba el escucharla.

-Sí, tenés que comer, o no vas a poder seguir en pie. –Clara le sostuvo el plato para que llegara a él con esas manos temblorosas. La chica tenía los nudillos tan hinchados y lastimados que apenas podía agarrar la comida.  

-No quiero volver a ese pueblo –susurró y dos lágrimas resbalaron por sus mejillas, dejando un surco a su paso.

-No se trata de lo que vos o yo queramos, se trata de lo que hay que hacer. –Clara la entendía, era sumamente difícil volver al lugar de tu muerte, más aun si despertás en el bando al que te enseñaron y te empeñaste en destruir.

-¡No quiero esta vida! –sollozaba y la comida se le escurría de la boca. Las venas surcaban su frente creando un entramado grueso que le ponían los pelos a punta a Clara, su pelo apelmazado y sucio se le pegaba a la cara y caía sobre el plato de comida que tenía delante.  Sofía estaba pasando por la crisis de los Gefallen del peor de los modos.

   Alain le había anunciado a las manadas que una vez que terminara todo, dejarían descansar en paz a los prisioneros. Con esto se refería a dejarlos morir. Más allá del odio, podían entender que, que el bando opuesto te deje morir de un modo más o menos digno, era más de lo que se podía pedir.

-Son demasiados, no hagas esto –susurró Clara acercándose a ella. Tomó su pelo y lo corrió del plato. Cortó un trozo de la ropa que llevaba puesta y limpió la cara de la chica –cuando todo pase vas a poder morir. Tendrás descanso.

-¿De veras? –la chica la miró sin saber si creer en ella o no.

-Sí. Una muerte digna. A nosotros nos gustaría morirnos en caso de convertirnos en cazadores. Consideramos que a ustedes les pasa lo mismo.

   La chica la miró aturdida.

-No estaba al tanto de que fueran tan considerados o de que tuviesen una moral antes de estar aquí –susurró. Las lágrimas seguían fluyendo sin parar de sus ojos.

Clara volvió a alcanzarle el plato.

-Ese es el problema –Clara suspiró –Ustedes nacen odiándonos, les enseñan a matarnos y cazarnos. Nunca piensan en nosotros como personas, como manada. Y nosotros hacemos lo mismo con ustedes. El mundo ha hecho lo mismo desde siempre. Si en algún momento hubiésemos pensado más allá de nuestros intereses, no nos hubiésemos perseguido por años.

-Eso no podría pasar –masculló la cazadora –son años de odio. Una cultura del odio.

-Ha pasado –Clara no estaba segura si hablar del tema, pero quizás a la cazadora le vendría bien saberlo. Alain años atrás le había contado cientos de historias para que de a poco conociera su nuevo mundo –han existido lupis y betas que se han amado. 




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