Julieta quiso quedarse

Brais

  El hechicero supo que los Beta habían llegado. No porque se lo dijese alguien. Un padre, intuye cerca a su hijo por instinto. Recordó con una fuerza demoledora, aquel lejano día, ya perdido entre milenios, en que habían concebido la idea de instruir humanos tal como los brujos habían hecho con algunos de ellos, pero no para beneficiar a la causa de sus padres, sino para matar a su creación: los lupis. Los hechiceros, sabían que jamás tendrían ellos el poder y los conocimientos necesarios para conjurar una nueva raza. Entonces, incapaces de dejar de lado sus sentimientos ruines, decidieron que lo mejor era hacerla desaparecer, y así crearon a los Cazadores Beta, dotándolos de un discurso vacío, engañosamente heroico y criminal, que había sobrevivido hasta el presente. Brais, comprendió entonces, demasiados años después, el error que habían cometido. Miles de vidas se habían visto sesgadas a lo largo del tiempo, solo porque un par de aprendices de hechicería se habían sentido celosos. Las peores tragedias del universo, fueron en su cimiente un sentimiento ruin dentro de un pecho que no pudo contenerlo. Así las cosas.

   El hechicero se resignó. Ya no podía hacer más nada. Ese era el jaque mate de Roderica. Habían perdido. Si Brais hubiese podido hacer algo en ese momento, hubiera elegido cargar con el castigo él solo. Brais, había sido despiadado toda su existencia, pero la medida de su maldad, era el amor que tenía por su gente. Lo único en el mundo entero que le importaba de verdad. 

-¿Qué ha pasado con mi hija? –preguntó a una ufana Roderica que no paraba de conjurar falsas heridas, que fingían una brutal golpiza. La bruja se sorprendió. Al menos para hacer aquella pregunta, el hechicero, había vencido el dominio que tenía por sobre él.

-Donde tanto anhelaba estar –dijo sin ninguna intención en la voz.

-¿La has dejado en libertad? –preguntó confundido.

-Claro. Le he concedido la libertad.

-¿A cambio de qué? –se volvió a ella con el terror pintado en sus ojos.

-No querés saberlo Brais. –Lo miró con una compasión fingida –Créeme que no querés saberlo.  

-¡Roderica, por favor! –suplicó.

   La bruja suspiró, como si se resignase a contar algo doloroso. Pero en realidad fingía. Amaba ver sufrir a su peor enemigo.

-A cambio de que me enseñase el funcionamiento de cada elemento de seguridad de la Convención. Ingresé gracias a ella ¿Estás feliz?

  La cara del hechicero acabó por descomponerse.

-¡Te dije que no querías saberlo! –Brais vomitó bilis sobre la alfombra del imponente hall de la dependencia de la gobernación. Allí donde él y sus compañeros se juntaban a decidir el destino del mundo –has sucumbido a los enemigos del hombre de conocimiento que pretendías ser Brais.

-No me digas –masculló, limpiándose la boca con la manga de la camisa sucia y andrajosa que llevaba –¿por qué no acabamos de una vez por todas con esto Madre? –preguntó despectivamente.

-Es lo que estamos haciendo –susurró.

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