Julieta quiso quedarse

Julieta

Tenía instrucciones precisas. Madre me había dicho que hacer en cuanto el Jefe se fuera, y así lo hice. Necesitaba que fortaleciera a los cazadores, que les insuflara confianza, fuerza. Luchar contra alguien a sabiéndote perdedor, era como firmar uno mismo su propia acta de defunción. Asique en cuanto se fue el cabecilla, conté brevemente a Joel de la visita de Madre y le mostré el grimorio que me había dejado para que llevara a cabo lo que me había encargado. Necesitaba estar a solas y tranquila, sin ser vista. Y con todos esos cazadores rondando no podría lograrlo, asique Joel tendría que encargarse de eso.

-No podrás estar sola acá dentro por mucho tiempo, te aconsejo que lo utilices lo mejor que puedas. –me previno Joel –haré lo que esté a mi alcance, pero no puedo permitir que los demás desconfíen. Acá nadie se fía de los brujos, y con lo que vieron ayer basta y sobra.

-Entiendo –dije –y te lo agradezco. Haré lo que más pueda.

     Joel se retiró fuera de la tienda, cerrándola al salir. Fuera se puso a limpiar sus armas junto a la entrada, lo que no permitía que los curiosos pudiesen husmear o tratar de entrar. Entonces me tocó lo difícil. Madre me había dicho, que los grimorios no eran cosa fácil, además de ser libros encantados y que solo responden a los brujos, también pueden percibir el estado de ánimo o miedo de quien lo empleé y jugarte una mala pasada. Cuando los hechiceros habían cortado el último árbol gigante, los brujos habían hecho una cosa de la que no se arrepentirían jamás, y que la mayoría de las veces los había mantenido a salvo. De ese último árbol habían fabricado todos los grimorios del mundo. Durante años elaboraron el papel para escribirlos, confeccionaron las encuadernaciones, prepararon la tinta especial y diseñaron los conjuros. Aquellos libros componían el último resquicio de la divinidad de aquellos viejos y poderosos amigos. El espíritu de ese último árbol había sobrevivido de algún modo, ayudando a lo largo de miles de años a sus salvadores.

  Tomé el grimorio de una bolsa roja de terciopelo que Madre me había entregado y lo miré detenidamente. Las tapas habían sido hechas con la madera del árbol, que aun después de tanto tiempo despedía un intenso olor a bosque mojado, el lomo era un engarce de oro que sostenía las tapas con bisagras del mismo material. Aquel árbol, además de gigante debió haber sido un tanto siniestro, ya que, en las tapas, podía aún notarse que la corteza del mismo no solo estaba extrañamente cuarteada, sino que se formaban en él unas ramificaciones muy parecidas a las venas o arterias humanas. Pero lo más perturbador de aquel ejemplar, era que todas esas formaciones conducían a un ojo, aparentemente de vidrio, color celeste claro, incrustado en el centro de la tapa. Aquel ojo celeste azulado parecía verlo todo de un modo impasible, sereno pero obstinado.

       Un escalofrío recorrió mi espalda y entendí que no podría controlar lo que pasaría después de allí. Llegaría lejos, pero no estaba segura si para bien o mal. Dejé el libro sobre el suelo de la tienda y procedí a hacer lo peor de todo aquello, cortar, mi mano y dejar caer unas gotas sobre las páginas del libro, para que este se abriese al reconocer mi sangre bruja. Tomé una navaja que había colocado Madre dentro de la bolsa y me corté. El solo contacto de la primera gota con el libro, bastó para que este se abriese de golpe, liberando una especie de  energía que iluminó la tienda por unos instantes. Las páginas doradas estaban íntegramente escritas en una tinta negra con reflejos azulados y verdes. Los símbolos y dibujos que lo llenaban eran incomprensibles en un momento y conocidos en otro. Mi mente los iba recordando a medida que los veía. Volví a tomar en mis manos el grimorio, y percibí en él una energía milenaria y poderosa que de algún modo se metía en mis venas, buscando en ellas alguna cosa. Entonces las páginas cambiaron y se revolvieron de un lado a otro, hasta dar con lo que yo buscaba.

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