Fue difícil para mí acompañarte en tu dolor, cada vez que llorabas por la misma persona me preguntaba cuánto tiempo tardarías en darte cuenta que tu brillo se estaba apagando por alguien que no valía la pena; que tus ojeras eran un claro mensaje de tu cuerpo manifestándose por la falta de paz gracias a él.
Recuerdo cada una de las peleas que habían tenido. No le agradaba las aplicaciones que tenías en tu celular ni que desaparecieras un día completo sin hablarle incluso cuando sabía que estarías ocupada. Pensé que romperías pronto con él, pero ese «pronto» se convirtió en siete meses. Siete largos meses donde en la mayoría de esos días estaba yo a tu lado.
Cuando me dijiste que estabas pensando en terminar la relación, creí que por fin había llegado el momento en que te habías dado cuenta que no te merecía; pero decidiste esperar unos días más, unas semanas más, dándole otra oportunidad para ver si cambiaba. Estabas en un limbo donde la comodidad era tu mayor enemigo.
Llegué a pensar que nunca terminarías con él. Sin embargo, el momento llegó. Desconozco la razón por la cual elegiste cortarle; pero sé que debió suceder algo en concreto para que hayas dado un ultimátum. Tampoco me pediste que te acompañara a su casa, lo hiciste sola y luego te aislaste por días.
Entiendo por qué lo hiciste, llevamos un año de amistad y sé que no querías agobiarme con tus problemas a pesar de que nunca lo hacías. Supongo que creías que hablar sobre una relación que apenas había acabado me afectaría; puesto que yo había terminado la mía semanas atrás.
Y, en realidad, fue eso lo que nos unió aún más.
Me agrada pensar en nosotros como piezas rotas que lograron completarse de forma individual para luego presentarse frente al otro.
Comenzamos a pasar más tiempo juntos. Yo conocía tu relación, pero no los detalles. De a poco me los presentaste de manera indirecta.
Te sorprendía que te preguntara sobre tu día y tu familia, que te pidiera que hablaras sobre los viajes de tu madre cuando trabajaba en el diseño de moda. Te descolocaba que te dijera que te llamaría a tal hora y, finalmente, recibieras mi llamado. Decías que no me molestara, que seguramente debía tener cosas más importantes que atender, y yo debía convencerte que vos también eras importante, que nuestra amistad lo era. Te confundía que te enviara mensajes sin esperar que me respondieras, «tomate tu tiempo, sé que estás ocupada».
Eran cosas simples, nimiedades, que para vos significaban el mundo entero.
Comenzamos a pasar más tardes juntos. No llorabas por él. No hablabas mucho de él. Me pregunté si estabas sanando o si en realidad habías hecho tu duelo durante la relación y, por eso, tardaste tanto en tomar la decisión final. Me sentí mal por juzgarte, aunque nunca te lo dije.
Las tardes se volvieron noches y, pronto, pasábamos días enteros en compañía del otro en algún café estudiando en silencio. Con otras personas el silencio era incómodo, con mi ex lo era, con vos era parte del idioma que compartíamos.
Salíamos a comer, a probar cosas nuevas. Sabías que amaba la comida, por lo que cada semana cuando estabas libre buscabas un restaurante nuevo que probar. La mayoría de las veces arrugabas la nariz ante la comida y me la dabas a mí. Al salir de tal restaurante, debíamos detenernos en un McDonald’s porque, según vos, “te morías de hambre”. Nos quedábamos sentados en el auto, en silencio escuchando música mientras vos comías.
Ignoro en qué momento sucedió, pero sin darme cuenta empecé a hablar de vos con otros amigos. Las inquietudes sobre nuestra relación nacieron en mí. No quería ponerle un nombre a lo que estaba sintiendo, porque ignoraba lo que era.
Me gustaba tu compañía, tus palabras, tus pensamientos y tus silencios. Me gustaba la persona que era yo cuando estaba con vos, la que suelta palabras sin tener que pensarlo dos veces, la que se queda dormida al teléfono cuando nos quedamos en silencio porque sé que al día siguiente no me lo reprocharás.
Te estabas convirtiendo en mi comodidad y seguridad, y no sabía cómo reaccionar.
Toda mi vida había buscado personas diferentes a mí, personas que añadieran algún tipo de adrenalina a mi vida porque creía que salir con alguien similar sería aburrido, pero acá estabas vos. Disfrutando de las mismas cosas que yo, hablando de los mismos temas que me interesaban a mí. Eras una amiga. Y así creí que debía quedarse. Sin embargo, estábamos creando un nuevo lenguaje donde podía explayarme sin uso del diccionario.
Te dije lo que sentía y esperaba que me rechazaras. No me sorprendió que me pidieras un tiempo. Habían pasado meses desde tu ruptura, pero nadie dicta cuándo sana un corazón roto.
Así que esperé, y esperé. Me dijiste que era injusto, que debía seguir con mi vida.
—No voy a salir con otras personas cuando solamente pienso en vos. No te estoy pidiendo que estés conmigo, pero tampoco me presiones. Vos tenés tus tiempos y yo también.
Pensé que nuestra amistad había llegado a su fin; pero una noche me mandaste un mensaje preguntándome si podías llamarme. Te noté nerviosa, así que esperé. El silencio se abrió paso sin incomodidad alguna.
Te armaste de valor y confesaste que te sentías culpable porque vos también sentías cosas por mí, pero pensabas que no era el mejor momento debido a tu última relación.
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Editado: 11.04.2022