June y otros universos

Edimburgo, 12 de febrero

Querida June,

No sé si algún día vas a leer esto. Tal vez nunca. Puede que estas páginas terminen escondidas en una caja de zapatos bajo la cama, o en la papelera cuando me venza la vergüenza. No lo sé. Pero hoy necesito escribir.

Acabo de volver del observatorio. Era medianoche cuando salí, y la ciudad estaba silenciosa, con esa humedad fría que se mete en los huesos. Caminé despacio, como si alargar el trayecto pudiera retrasar el momento de abrir la puerta de nuestra casa y sentir que, aunque estemos juntos, cada vez nos encontramos menos.

Cuando llegué, la luz de tu escritorio todavía estaba encendida. Te vi inclinada sobre los libros, rodeada de papeles, como siempre. Te veías hermosa, aunque cansada, con ese gesto que se te forma entre las cejas cuando estás concentrada. No quise molestarte. Dejé la mochila en el pasillo, fui a la cocina, calenté un poco de sopa y cené solo. Otra vez.

No es la primera vez, lo sé. Y tampoco debería sorprenderme. Cada uno tiene sus horarios, sus rutinas, sus obsesiones. Tú con los archivos y las conferencias, yo con los telescopios y los cielos abiertos. Así nos conocimos: dos personas distraídas, mirando hacia direcciones distintas, pero encontrándose de casualidad en un bar cualquiera. A veces me pregunto cómo fue que logramos hacer que todo encajara durante cuatro años.

Recuerdo esa noche. Yo estaba incómodo, como siempre en sitios llenos de gente, refugiado en una cerveza tibia. Tú reías con tu amiga, hablando de no sé qué, hasta que alguien nos presentó. Me acuerdo que dijiste tu nombre y yo lo repetí en mi cabeza varias veces, como quien prueba una palabra extranjera que teme olvidar. Tenías un vestido verde y el cabello recogido, y tus manos se movían mucho al hablar. No recuerdo de qué conversamos, pero sí que no quise que la noche terminara.

A veces pienso que desde ese momento yo ya estaba perdido. Que me enamoré de ti en cuestión de minutos, sin darme cuenta. Y que desde entonces todo ha sido eso: aprender a vivir con el vértigo de saber que alguien como tú me eligió.

Pero ahora siento que ya no me eliges. No de manera consciente. No porque hayas dejado de amarme, sino porque tu atención se ha ido a otra parte. Como una estrella que sigue brillando en el cielo, aunque ya esté muerta. Yo la miro y me deslumbra, pero la luz que veo es un eco. Me aterra pensar que eso es lo que somos ahora: un resplandor que viene de lejos, de otra época en la que aún éramos nosotros.

Sé que no hay nadie más en tu vida, al menos no en ese sentido que todos temen. No creo que me estés engañando, June. Y sin embargo, siento que sí me pierdes un poco cada día. Cuando me hablas de tu colega de unidad, noto que se te ilumina la voz. No porque estés enamorada de él, sino porque compartes con él un mundo que a mí me queda ajeno. Lo mismo pasa cuando hablas de tus proyectos, de las conferencias, de la gente que conoces. Me esfuerzo por seguirte, por sonreír, pero me descubro callado, mirando cómo tu entusiasmo se va hacia otros lugares.

Y yo… yo sigo aquí, esperando que vuelvas la mirada.

Lo escribo y me suena patético, pero es la verdad.

Hoy, mientras cenaba en silencio, recordé cómo solías sentarte a mi lado solo para compartir el ruido de los cubiertos. No importaba si estábamos cansados, si yo tenía la cabeza llena de cálculos o si tú estabas agotada de leer crónicas medievales. Bastaba con coincidir. Ahora me parece que coincidimos cada vez menos. Tú te acuestas tarde, yo me voy temprano al observatorio. Nuestros horarios se cruzan apenas en los pasillos. Vivimos juntos, pero a veces siento que lo hacemos como dos inquilinos que comparten el alquiler.

No quiero que esto suene a reproche. Lo último que quiero es echarte en cara nada. Te amo demasiado como para culparte. Quizás la culpa sea mía. Tal vez me escondí demasiado en las estrellas, un refugio para todo lo que no sé decir. Tú siempre fuiste la de las palabras claras, yo el de los silencios. Y esos silencios, que antes eran cómodos, ahora pesan.

Mi madre solía decirme que el amor debía dar calma, no ansiedad. Que uno podía discutir, enojarse, incluso aburrirse, pero que al final debía haber un lugar de descanso en la presencia del otro. Y yo lo sentí contigo, June. Lo sigo sintiendo a veces, en ráfagas, como un viento cálido que se cuela por una ventana. Pero cada vez son menos. Y tengo miedo de que llegue un día en que no sienta ninguno.

Por eso estoy escribiendo estas cartas. No porque quiera terminar ya. No porque haya dejado de amarte. Sino porque necesito prepararme para la posibilidad de dejarte ir. De amarte incluso cuando ya no estemos juntos. ¿Cómo se hace eso? No tengo idea. Supongo que, como todo en mi vida, empiezo escribiéndolo.

Me da miedo pensar en un futuro sin ti. Me aterra el silencio de la casa vacía, las mañanas sin tu risa mientras preparas té, las plantas del balcón secándose porque yo nunca recuerdo regarlas. Pero me aterra más la idea de retenerte solo por egoísmo, de negarte la plenitud que mereces.

No sé si algún día te daré estas cartas. Quizás sí, quizás no. Quizás se queden como mi secreto, un archivo personal que nadie más lea. Pero al menos me permiten decir lo que no me atrevo a soltar en voz alta cuando estamos frente a frente.

Hoy escribo la primera. El principio del fin, o tal vez solo el principio de una forma distinta de quererte.



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En el texto hay: rompimiento, separacion, romance

Editado: 11.09.2025

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