June y otros universos

Edimburgo, 26 de marzo

Querida June,

Es medianoche en el observatorio. Afuera la niebla cubre el paisaje, pero el cielo, contra toda lógica, está limpio. Saturno apareció temprano esta vez, con sus anillos visibles, nítidos, como si alguien hubiera pasado un paño sobre el cristal del universo. Llevo una hora mirándolo, y sin embargo, sigo pensando en ti.

A veces me pregunto si ese es el problema: que mi trabajo es, en esencia, observar lo inalcanzable. Y que esa costumbre se me quedó pegada a la piel. Tú siempre me dijiste que admirabas esa capacidad mía de pasar noches enteras mirando un punto de luz sin cansarme. Yo, en cambio, admiraba lo contrario en ti: tu manera de entrar a los archivos, revisar un montón de documentos polvorientos y salir con un relato vivo, como devolviéndole voz a alguien que llevaba siglos callado.

Es curioso. Yo miro hacia arriba, hacia lo que todavía no comprendemos, y tú miras hacia atrás, hacia lo que ya pasó. Quizás lo nuestro fue eso desde el inicio: dos líneas paralelas que en algún momento parecieron tocarse.

Hoy me contaste que tenías que preparar un seminario para tus estudiantes. Hablaste con entusiasmo, gesticulando como haces cuando la pasión te gana. Te brillaban los ojos. Me encanta verte así. Pero al mismo tiempo, no pude evitar sentirme fuera de tu órbita. Tus proyectos parecían haberse convertido en un idioma que entiendo solo a medias. Antes intentaba preguntarte más, seguir tus explicaciones; ahora me descubro callado, temiendo que mi interés suene forzado. Y eso me duele, porque sé que te mereces a alguien que no solo escuche, sino que acompañe de verdad.

Hoy también recibí una llamada de mi hermana. Preguntó por ti. Me dijo que hacía tiempo no los visitábamos juntos. Me dio vergüenza inventar excusas. Antes éramos inseparables, ¿te acuerdas? Mis sobrinos te adoraban. Ahora las visitas se fueron espaciando, como todo lo demás. Le prometí que iríamos pronto, aunque sé que tus horarios son imposibles.

No quiero sonar dramático, pero me parece que nuestra vida en común se ha vuelto así: agendas que nunca coinciden, rutinas que se rozan apenas. Y cuando sí coincidimos, hay silencios. No siempre incómodos, no. A veces son cálidos, lo admito. Pero otras veces pesan, la confirmación de algo que ninguno de los dos quiere nombrar.

Aquí, en el observatorio, el silencio es distinto. Es un silencio lleno de zumbidos eléctricos, de teclados que suenan a lo lejos, de máquinas que respiran con sus ventiladores. Es un silencio que me calma. Contigo, en cambio, el silencio ya no me calma como antes. Me deja un vacío en el pecho, como un eco que rebota sin respuesta.

Recuerdo que hace un año viniste a visitarme aquí. Te puse frente al telescopio y te mostré Júpiter. Te reíste porque dijiste que parecía una canica flotando en medio de la nada. Yo quería explicarte todas las cifras, las distancias, las capas de atmósfera. Pero al final me callé y me quedé mirándote mirar. Pensé que no había nada más hermoso que esa mezcla de asombro y risa en tu rostro.

Ahora me pregunto si alguna vez volverás a visitarme.

Sé que no me estás engañando, June. Eso lo repito como un mantra, porque lo siento. Pero también siento que tu atención está en otra parte. A veces creo que está en tus estudiantes, en tus colegas, en esa universidad que se ha vuelto tu segundo hogar. O tal vez simplemente está en ti misma, en un lugar interno al que ya no tengo acceso.

No te culpo. De verdad que no. Te amo tanto que si me dijeras mañana que necesitas marcharte, creo que lo aceptaría. Me rompería en pedazos, pero lo aceptaría. Porque quiero que florezcas, incluso si eso significa que yo ya no formo parte de tu felicidad.

Al escribir esto, me doy cuenta de que sueno como alguien que ya ha tomado una decisión. No es así. Todavía me aferro a la idea de que tal vez podamos reconectar, que quizás estas cartas sean solo un desahogo pasajero y que en unos meses me ría de mi dramatismo. Pero también necesito ser honesto conmigo: algo está cambiando, y fingir que no pasa nada solo me desgasta más.

Mientras escribo, vuelvo a mirar Saturno. Pienso en cómo los anillos parecen sólidos, pero en realidad están hechos de fragmentos de roca y hielo que giran sin tocarse nunca. Tal vez nosotros somos así: un conjunto de momentos brillantes que, vistos desde lejos, parecen un todo perfecto. Pero cuando te acercas, descubres que entre cada fragmento hay vacío.

No quiero que esto sea una carta triste. Quiero que sea honesta. Y lo honesto es que todavía encuentro en ti la ternura que me hizo enamorarme. El otro día, cuando me preparaste té sin que te lo pidiera, recordé lo simple que puede ser la felicidad. Un té caliente en la madrugada, tu mano rozando la mía, y ya. Eso bastaba. Eso aún basta, cuando ocurre.

Quizás por eso sigo aquí, escribiendo, mirando el cielo y pensando en ti. Porque aunque tengo miedo de perderte, todavía guardo la esperanza de que encontremos una manera de volver a mirarnos como antes.

Hasta entonces, seguiré escribiendo.

Siempre tuyo,

Félix



#1639 en Otros
#322 en Relatos cortos
#4686 en Novela romántica

En el texto hay: rompimiento, separacion, romance

Editado: 11.09.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.