Querida June,
Hoy amanecí con esa mezcla de pesadez y calma que a veces me da después de soñar contigo. En el sueño estabas vestida de blanco, no como en una boda, sino como quien sale de dar una clase de historia sobre la Dinastía Tudor y de pronto decide ponerse una túnica. Caminabas rápido, con un cuaderno apretado contra el pecho. Yo te seguía, intentando alcanzarte, pero cada vez que creía estar cerca, girabas en una esquina nueva de la ciudad, una que nunca había visto antes. Edimburgo inventaba calles solo para ti. Y yo, detrás, siempre con un retraso de diez pasos.
Quizás por eso, al abrir los ojos, sentí que estaba ya escribiendo una carta en mi cabeza. Supongo que la verdad es que, incluso despierto, siempre te sigo con un poco de retraso.
Esta mañana me obligué a desayunar antes de ir al observatorio. Te habría hecho gracia verme tostar pan a medias, distraído con el hervidor que chillaba quejándose de mi torpeza. Últimamente no encuentro placer en esos pequeños rituales que antes eran tan nuestros: compartir el café, discutir sobre cuál era el lado correcto para poner la mermelada, o el juego tonto de esconderme el tarro de miel para que me viera obligado a pedirlo. Todo eso parece haberse diluido, no porque hayamos dejado de hacerlo, sino porque cuando lo hacemos, tu mirada está ya en otra parte. No sé dónde.
Sé que no me engañas. No hay nadie más. Lo siento en mi pecho, porque te conozco lo suficiente como para saberlo. Pero también sé que la fidelidad no siempre se rompe con cuerpos; a veces basta con que el alma se ponga a caminar por otra calle, como en mi sueño. Y yo me quedo atrás, con las migajas de un desayuno compartido que ya no sabe igual.
Hoy, mientras calibraba uno de los telescopios, pensé en ti frente a tus alumnos. Me gusta imaginarte en esa aula universitaria, con tus gestos suaves para pedir silencio, con ese modo en que arqueas las cejas cuando corriges algo. Seguro les hablabas sobre algún reinado turbio o un mito celta mal interpretado. Siempre logras que la historia no suene muerta, sino palpitante, respirando aún bajo la piel del presente. A veces creo que eso fue lo que más me atrajo de ti: tu capacidad de devolverle vida a lo que parecía enterrado.
Lo irónico es que ahora esa misma cualidad me atormenta. Porque si puedes devolverle vida a todo, ¿cómo no vas a devolverla también a algo dentro de ti que yo no alcanzo? Algo que quizás ni siquiera tiene nombre todavía. Y yo me pregunto si no soy, en realidad, un capítulo pasado en tu cronología personal. No borrado, pero sí cerrado con un pie de página: “Félix, 2019-2023. Astrónomo. Soñador. Compañero.”
¿Recuerdas aquella vez que llovió tanto que se cortó la electricidad en nuestro edificio y terminamos en el suelo, con velas, leyendo en voz alta párrafos de un libro al azar? Tú elegiste un texto sobre guerras napoleónicas y yo insistí en leer un artículo científico que había impreso sobre exoplanetas. Terminamos riendo porque parecía que ninguno entendía al otro, pero en ese desajuste había algo hermoso. Esa noche supe que podríamos sostenernos incluso en la incomodidad.
No estoy seguro de si todavía creo eso. Últimamente, cuando hablamos de trabajo, siento que hablo al vacío. Yo te cuento de alguna estrella que he estado siguiendo y tú sonríes con ternura, pero me respondes con algo que no conecta. Parece que tus pensamientos hubieran tomado un tren más temprano, dejándome esperando en el andén.
No quiero sonar injusto. Has estado cansada, lo sé. Preparar clases, corregir ensayos, atender conferencias, dirigir tesis… Es mucho. Pero hay una diferencia entre estar agotada y estar ausente. Y yo, June, estoy empezando a vivir con tu ausencia, incluso cuando estás sentada frente a mí.
Hoy me encontré con Callum en el pasillo del observatorio. Preguntó por ti, dijo que hacía mucho que no coincidían. “Esa mujer siempre tan encantadora”, comentó. Y me descubrí mordiéndome por dentro, no de celos, sino de esa nostalgia ridícula por el modo en que la gente te describe: encantadora, brillante, magnética. Son palabras que aún creo, pero que ya no me regalas a mí. Yo recibo, en el mejor de los casos, tu cansancio, y en el peor, tu silencio.
He pensado varias veces en dejar estas cartas sobre tu escritorio, como quien deja una manzana en la mesa de un profesor. Pero luego me detengo. No quiero que se conviertan en recriminaciones. No quiero que leas estas palabras como una lista de todo lo que falta. Prefiero que sean un mapa de lo que siento, aunque sea un mapa que solo yo consulte.
El cielo de esta noche promete despejarse. Tal vez saque la cámara y registre algo que me recuerde por qué me aferro a mirar hacia arriba. Es gracioso, ¿sabes? Paso los días observando objetos a millones de años luz y, sin embargo, me resulta imposible enfocar lo que pasa a menos de dos metros de mí: tú. Tu respiración. La forma en que tu mano se cierra cada vez más sobre tu taza de té, como quien se aferra a un ancla.
No te culpo. No busco culpas. Solo quiero comprender. Y mientras tanto, escribo. Como si al escribir pudiera preparar el terreno para lo inevitable. Como si cada palabra fuera un ladrillo en el puente que me llevará a soltarte. Porque aunque me duela, lo sé: no hay nada más cruel que retener a alguien cuyo corazón ya se ha adelantado.
Me aferro a una idea, sin embargo. La idea de que, aunque todo termine, nunca dejaré de agradecer que me hayas mirado una primera vez, aquella noche en el bar, entre risas y humo y amigos de amigos. Yo, el astrónomo que nunca bailaba; tú, la historiadora que hablaba de ruinas como promesas.