Querida June,
Anoche me quedé despierto más de lo que debía, con los ojos clavados en el techo, escuchando cómo tu respiración se volvía irregular mientras dabas vueltas en la cama. Yo me hacía el dormido, pero en realidad contaba el tiempo que tardabas en acomodarte de nuevo. El colchón se hundía un poco hacia tu lado y yo, en mi inmovilidad, me sentía como alguien intentando no perturbar a un animal herido. Ese miedo de estorbarte… nunca lo había sentido contigo. Antes era lo contrario: la cama era el lugar donde más libres éramos, donde incluso el insomnio tenía algo de cómplice.
Ahora hay una especie de protocolo invisible: yo apago la luz, tú te giras hacia la pared. Yo me muevo despacio para no molestarte, tú suspiras hondo como pidiendo espacio. Y la cama, tan grande como siempre, se ha vuelto diminuta, desbordada de cuerpos y vacía de aire.
Hoy en la cocina descubrí otra de esas fracturas mínimas que parecen insignificantes, pero que pesan. Dejaste tu taza de té sobre la mesada, a medio terminar, con la bolsita aún flotando dentro, dando la impresión de que habías olvidado haberla preparado. Antes solías reírte de mí por ser maniático con esas cosas, y lo hacías con cariño, como quien disfruta de la rareza del otro. Ahora son pequeños descuidos que no me atrevo a señalarte porque no quiero sonar como una queja. Pero lo pienso. Y lo escribo aquí.
No es solo la taza. Es la pila de papeles que crece en la mesa del comedor, las medias que se quedan escondidas entre las sábanas, la planta del pasillo que antes cuidabas religiosamente y que ahora se marchita sin que nadie lo note. Yo la riego a escondidas, como si estuviera protegiendo una reliquia de nuestra vida anterior.
Ayer, cuando volví del observatorio, encontré la casa en silencio. No estabas. El reloj marcaba las siete y media, tu clase había terminado mucho antes. Dejaste un mensaje corto en la mesa: “Fui a tomar algo con colegas. No me esperes despierto.” Lo leí varias veces, tratando de no interpretar demasiado, pero es inútil: la brevedad de tus palabras me grita más fuerte que cualquier explicación. Antes me habrías contado con quién ibas, qué pensabas beber, hasta alguna anécdota de esos colegas que tanto me cuestan imaginar. Ahora el mensaje era casi un protocolo, marcando tu salida en una tarjeta invisible.
Mientras esperaba, cené solo. Pasta recalentada. Me sorprendió lo rápido que se acostumbra uno a comer sin conversación. Ni siquiera encendí la tele. Solo estaba yo, el tenedor y el sonido del reloj de la cocina, un tic-tac que de pronto se me hizo insoportable.
Te vi llegar después de medianoche, con el abrigo impregnado de humo y la risa todavía colgada de tu cara. Entraste sin notar que yo seguía despierto en el sillón. Fingí estar concentrado en un libro, pero en realidad te observaba. Había un brillo en tus ojos que no veía desde hacía tiempo, un brillo que antes aparecía cuando estábamos juntos, compartiendo algo tan simple como una caminata guiada por la sueva brisa del verano. Ahora estaba ahí, pero no conmigo. Y eso, June, me dolió más que cualquier discusión.
No te culpo por salir, por reír, por querer otras compañías. De hecho, me alegra que lo hagas. Pero me pregunto si no es una forma de entrenar tu cuerpo a vivir sin mí, de ensayar la vida que tarde o temprano tendrás cuando yo no esté en tu órbita. Y yo, como buen astrónomo, solo observo desde la distancia, registrando datos que nadie más leerá.
Hoy pensé mucho en la convivencia. En cómo compartir techo no significa necesariamente compartir vida. Caminamos por la misma casa, pero en horarios distintos. Tú preparas tus apuntes cuando yo salgo; yo caliento mi cena cuando tú entras. Coincidimos en la cama, sí, pero incluso ahí cada uno parece estar en su propio hemisferio.
Recuerdo cuando empezamos a vivir juntos, hace casi tres años. La emoción de elegir muebles, de discutir si necesitábamos una cafetera más grande, de decidir dónde colgar tus mapas antiguos y mis fotos de nebulosas. Había una sensación de construcción, de futuro. Hoy, en cambio, siento que lo que compartimos son ruinas que seguimos habitando por costumbre.
Sé que puede sonar dramático, pero quiero ser honesto contigo, aunque estas palabras quizá nunca las leas. No quiero que llegue el día en que solo hablemos de lo imprescindible: quién compra el pan, qué factura se pagó, a qué hora toca la próxima reunión. No quiero que nuestra relación se convierta en esa convivencia burocrática que tanto temíamos.
Esta mañana, mientras recogía los platos del desayuno, pensé en tu abuela y su matrimonio de 61 años. En cómo me contaste una vez que ella solía decirte que las relaciones se desgastan no por grandes tragedias, sino por “esas grietas pequeñas que nadie repara porque parecen demasiado pequeñas para importar”. Nunca la conocí mucho, pero esa frase quedó grabada en mí. Ahora la veo cumplirse aquí, entre estas paredes. No nos falta amor —al menos yo aún lo siento—, pero sobran grietas que se van multiplicando como telarañas en las esquinas.
Hoy la casa me pesa. Es la misma, pero ya no es hogar. Tal vez porque un hogar se sostiene en los gestos cotidianos, y esos gestos se nos están escapando como agua entre los dedos. Yo intento retenerlos escribiéndote. Es mi forma de reparar, aunque sea en papel, lo que parece desmoronarse en lo real.
Quisiera terminar esta carta con algo esperanzador, como suelo hacer, pero no me sale. Lo único que puedo decir es que sigo aquí, observando, amando, resistiendo. Y que si algún día decides que no quieres compartir más estos espacios conmigo, prometo no detenerte. Porque prefiero tu plenitud lejos que tu ausencia cerca.