Querida June,
Hoy me levanté temprano, antes de que tú te movieras en la cama. Me quedé mirándote un instante, dormida, con esa expresión serena que siempre me hizo pensar que los problemas del mundo podían resolverse simplemente dejando que la mañana llegara. Y entonces empecé a hacer un inventario, June. Un inventario de pérdidas pequeñas, de esas que parecen insignificantes, pero que juntas forman un vacío difícil de ignorar.
Primero, la cocina. Echo de menos cómo tarareabas canciones mientras cocinábamos juntos. No eran grandes melodías, solo fragmentos que salían de tu boca entre sal y aceite hirviendo, pero para mí era música de hogar. Hoy, mientras preparaba el desayuno, intenté tararear yo solo, pero sonaba vacío, como notas dispersas que no lograban quedarse. La cocina ahora tiene eco, y yo lo escucho, aunque nadie más lo note.
Las caminatas bajo la lluvia también se han ido. Recuerdo aquel día en que empezó a llover de repente mientras paseábamos por el centro, y tú te reías, levantando los brazos, dejando que las gotas golpearan tu rostro. Yo estaba empapado, sí, pero feliz. Ahora salgo solo cuando llueve, con el paraguas que compartíamos guardado en un rincón. La ciudad parece más grande sin ti, más vacía, aunque esté llena de gente que no conozco.
También echo de menos las conversaciones con nuestros amigos. Recuerdo las cenas improvisadas en casa de Ossian y Florence, cómo tú reías con su hijo mientras yo intentaba no hacer el ridículo con mis comentarios torpes. Ahora esas reuniones parecen lejanas, y cuando veo a alguno de ellos por la ciudad, siento que estoy fuera de un círculo que alguna vez fue nuestro. Me pregunto si ellos notan tu ausencia tanto como yo, o si simplemente seguimos caminos paralelos que ya no se cruzan.
Y la familia. Extraño esas tardes en que visitábamos a tus padres, las risas mientras jugábamos al jenga con tu hermano menor o las historias que contaba tu padre sobre la ciudad de su infancia. Ahora todo eso es un recuerdo que se siente dulce y doloroso al mismo tiempo, como un retrato que cuelga en la pared pero que no podemos tocar. Me doy cuenta de que nuestras conexiones con los demás se han transformado; algunas personas siguen presentes, pero la sensación de estar en equipo, juntos, se ha desvanecido.
No se trata solo de cosas grandes, June. Se trata de las pequeñas señales: tu taza de té siempre tibia porque la dejaste olvidada, el libro que comenzaste a leer y que ahora termina olvidado en la mesa del comedor. Todo eso, que antes era apenas un detalle, ahora pesa. Y me doy cuenta de que estas pequeñas ausencias se van acumulando como polvo sobre los estantes, hasta que uno ya no sabe si aún estamos juntos o simplemente compartimos espacio.
Mientras observaba todo esto, pensé en una analogía astronómica que se me vino a la cabeza. Había leído hace tiempo sobre la “muerte térmica del universo”: la idea de que nada ocurre de golpe, que todo se apaga lentamente, que la energía se dispersa hasta que el cosmos llega a un estado de quietud total. Así me siento ahora. Nuestra relación no se ha roto con un grito, un abandono o una traición; se está apagando poco a poco, en silencios, en gestos que ya no se cruzan, en miradas que no buscan encontrarse. Cada pérdida mínima es una estrella que se apaga, y yo soy el observador impotente que registra cómo el cielo se oscurece lentamente.
Me pregunto si tú notas algo de esto. Tal vez sí, tal vez no. A veces creo que sí, cuando vuelves de la universidad con un brillo especial en los ojos, y me doy cuenta de que ya no me incluye en su origen. Otras veces creo que no, que vives dentro de tu rutina y tus proyectos y que estas pequeñas grietas no te tocan. Y yo me pregunto si debo hablarlo, si debo detenerme en cada ausencia, nombrarla, explicarla, o si es mejor seguir haciendo este inventario secreto en mis cartas.
Hoy mientras lavaba los platos —otro pequeño gesto que ahora parece contener más significado que nunca— pensé en cómo cada burbuja de jabón refleja la luz, como diminutos planetas que flotan en miniatura. En un instante me sentí ridículo, observando el movimiento de un líquido espumoso como si fuera un cosmos, y luego comprendí que no era tan ridículo: nuestra vida está llena de mini universos que se apagan uno a uno. Y yo estoy aquí, intentando registrar cada uno, intentando que el recuerdo de lo que fue no desaparezca demasiado pronto.
También recordé cómo antes preparábamos el café juntos, tú midiendo el agua, yo la cantidad exacta de granos. Ahora lo hago solo, y la rutina pierde todo el sabor. No es el café, June. Es que el gesto que antes nos conectaba se ha vuelto un ritual de uno solo. Y aunque lo haga con cuidado, siento que me estoy aferrando a un pasado que se disuelve, como arena entre los dedos.
Y al poner estas palabras en papel, comprendo que hasta las pérdidas más pequeñas merecen un duelo. No son catástrofes, pero sumadas, pesan igual que un corazón roto. A veces intento compararlas con estrellas: ninguna ha desaparecido del todo, pero su luz ya no llega a mí. Y yo me quedo observando, con un amor que todavía brilla, aunque ya no nos ilumine a los dos.
Quiero que sepas que, a pesar de todo, sigo celebrando cada instante que compartimos. Cada risa inesperada, cada conversación absurda sobre un tema que no importaba, cada silencio cómodo donde nuestras respiraciones se sincronizaban. Todo eso sigue ahí, como restos de luz que no quiero perder. Pero también sé que necesitamos aceptar que los gestos cotidianos, los pequeños rituales, tienen fecha de caducidad si uno de los dos se ausenta.