Querida June,
Hoy me vi en el espejo y no me reconocí del todo. Era yo, claro, con la misma cicatriz en la barbilla, el cabello rubio despeinado, los lentes medio caídos por el puente de mi nariz y las ojeras violáceas que se han vuelto permanentes. Pero había algo distinto en mi expresión: un desgaste acumulado, silencioso, las noches largas en el observatorio habían ido tomando pequeños fragmentos de mí que ya no vuelven.
Me miré y pensé en las migrañas que me acompañan desde hace meses. No son terribles, no me inmovilizan del todo, pero aparecen siempre que el sueño me evade, siempre que la cabeza se niega a descansar. El insomnio se ha convertido en un compañero silencioso, un testigo invisible de cada hora en la que me obligo a escribirte mentalmente, a ordenar mis pensamientos, a preparar el terreno para lo que sé que pronto tendré que enfrentar.
Y entonces sentí culpa. Porque esta casa, nuestro hogar, ya no me ve tan entero como antes. La culpa de haber volcado tanto de mí en la investigación, en los telescopios, en la contemplación de estrellas que giran a millones de años luz, me golpeó con fuerza. He pasado noches enteras registrando datos, haciendo cálculos, ajustando la cámara para capturar el movimiento de un planeta que probablemente nunca nadie vea, mientras tú estabas en el salón, tal vez esperando que mi presencia fuera más que la sombra de alguien que solo mira hacia arriba.
Me pregunto, June, si tú dejaste de verme poco a poco porque yo mismo dejé de mostrarme. Si mis silencios prolongados, mis ausencias justificadas con explicaciones científicas, han sido interpretados como desinterés. Y lo más doloroso es que tal vez tengas razón. Porque he estado ausente. No de cuerpo, sino de atención. No de voz, sino de escucha. No de amor, porque eso aún lo siento, pero sí de presencia, que parece que es lo que ahora importa más.
Me observé en el espejo, tratando de encontrar alguna señal de lo que fui y ya no soy: la sonrisa que antes era constante, la mirada curiosa que se iluminaba con tus historias, la manera en que me inclinaba hacia ti para escuchar cada palabra, tu voz era una lluvia de meteoritos que no podía perderme. Ahora, en cambio, veo una distancia autoimpuesta: la misma distancia que me hace escribir estas cartas en secreto, preparando una despedida que todavía no sé si me atreveré a decir en voz alta.
Mis manos también traicionan mi desgaste. Están secas, ligeramente temblorosas por las noches sin sueño, y a veces me pregunto si alguna vez volverán a sostener las tuyas con la misma seguridad que antes. Mientras me afeito, siento que cada gesto cotidiano se ha vuelto un recordatorio de lo que hemos perdido: la sincronía de la convivencia, los detalles mínimos que antes no necesitaban palabras para existir.
No puedo evitar sentir ternura mezclada con culpa. Ternura por todo lo que hemos compartido, por los cuatro años que me enseñaron a amar de formas que no conocía, por los silencios que alguna vez fueron cómplices, por la risa inesperada en el auto y por las noches en que nos mirábamos sin necesidad de hablar. Culpa por no haber cuidado suficiente de esos momentos, por haber creído que el amor se sostenía solo, como una órbita perfecta que nunca necesita corrección.
Hoy también pensé en tu risa. La recuerdo flotando en el comedor, mientras yo revisaba datos en mi computadora. La recuerdo entrando en nuestra habitación, sin avisar, solo para contarme algo que te había emocionado. Y ahora… ahora hay risas, sí, pero no para mí. Mi lugar se volvió invisible, y yo me quedo contemplando lo que antes compartíamos. La culpa me dice que quizás debería haber bajado del observatorio, dejado los cálculos y escuchado más, acompañado más, mostrado más. Pero la ternura me dice que no todo se pierde, que incluso en la ausencia puedo seguir amándote, aunque eso signifique mirarte desde la distancia de mi propio desgaste.
A veces me cuestiono si alguna vez me verás de nuevo tal como soy: cansado, inseguro, desgastado, pero aún entero en afecto. Si alguna vez notarás que mi silencio no es desinterés, sino miedo de incomodarte con mi propio dolor. Miedo de que al mostrarme demasiado, al exponer mi vulnerabilidad, termine acelerando lo que todavía se resiste a morir: nuestra relación.
Esta noche, después de cenar solo, pasé frente al espejo otra vez. Me miré de cerca, y por un instante creí que podía reconstruirme, unir las piezas de desgaste con hilos invisibles de cariño y memoria. Pero la verdad es que no se reconstruye uno a sí mismo con recuerdos. Se reconstruye uno enfrentando la realidad, y la mía me dice que algo se ha desplazado entre nosotros, que yo he permitido que se desplace, y que escribir cartas como esta es mi manera de sostener lo que temo perder.
No quiero que estas palabras suenen como regaño, June. No lo son. Son confesión, registro, amor convertido en introspección. Escribo esto porque necesito entender mi propia sombra, la parte de mí que se ha perdido entre jaquecas y noches sin sueño, entre datos astronómicos y cafés olvidados, entre platos que se amontonan en el fregadero y risas que se apagan.
Sé que tú también tienes tus cargas: la universidad, los estudiantes, los ensayos, los viajes relámpago que te llevan lejos de mí. No es tu culpa, ni es solo mía. Somos dos que se han dejado arrastrar por sus propios universos, olvidando que en la convivencia también hay galaxias que cuidar, que giran suavemente si las atendemos, pero que se enfrían si nos ausentamos demasiado.