Querida June,
Hoy te acompañé a una conferencia de historia medieval, y mientras te observaba entre la multitud, sentí una especie de vértigo extraño. No era miedo, ni celos, ni ninguna emoción fácil de nombrar. Era otra cosa: una sensación de ser un invitado inesperado en un mundo que alguna vez sentí nuestro.
Llegamos temprano, y yo cargaba tu bolso junto con algunos papeles y notas que no entendía del todo, mientras tú saludabas con familiaridad a cada colega, a cada estudiante que parecías conocer desde hace años. Sonreías, gesticulabas, brillabas, y yo me sentí desplazado. La historia misma parecía haberse vuelto más tuya que mía. Me costó situarme. No sabía si ponerme junto a ti, quedarme atrás, o simplemente desaparecer entre las filas de sillas.
Cuando comenzaron los aplausos después de tu presentación, algo dentro de mí se encogió. No es que no me alegrara por ti —de hecho, me sentí profundamente orgulloso—, sino que la emoción estaba teñida de un dolor sutil. Te vi recibiendo la atención que antes compartíamos, sintiendo la admiración de un público que no me incluía, y sentí un pequeño golpe en el pecho: ya no era parte de tu círculo, ni de tus momentos de reconocimiento, ni de los triunfos que ahora brillaban con luz propia sin que yo estuviera en medio.
Después de la charla, mientras los asistentes se dispersaban, noté cómo todos parecían moverse con facilidad dentro de tu mundo. Intercambiaban comentarios, sonreían a tus anécdotas, y yo me quedaba en los márgenes, observando. Sentí que cada risa, cada mirada de complicidad que no me incluía, era una señal sutil de que había un lugar donde ya no estaba invitado.
Caminamos hacia la recepción, donde hubo charlas informales, vino servido en copas finas y conversaciones rápidas sobre investigaciones, libros publicados y proyectos futuros. Te vi reír con tus colegas de manera natural, con esa facilidad que siempre me fascinó. Yo trataba de integrarme, de ofrecer un comentario, una sonrisa, un gesto de presencia, pero sentía que mi voz no encontraba resonancia. Todo el espacio parecía tener su propio pulso, un ritmo donde yo ya no encajaba.
Mientras tú contabas algo con entusiasmo —no recuerdo la palabra exacta, solo el brillo en tus ojos y la manera en que movías las manos— me descubrí imaginándote feliz sin mí. No en términos de abandono, ni de traición, sino en una forma más sutil: vi tu risa desplegándose con personas que comparten tus intereses, con amigos nuevos que yo no conozco, en cenas de trabajo donde yo no tengo asiento asignado. Y por primera vez, lo admití sin rodeos: quería que fueras feliz así, incluso si yo no estaba incluido.
Recuerdo haber pensado en cómo todo esto me recuerda a mi trabajo en el observatorio. Los planetas giran alrededor de su estrella, y aunque algunas órbitas coinciden por un tiempo, otras se separan inevitablemente. Yo puedo mirar, puedo registrar su movimiento, pero no puedo cambiar su trayectoria. Hoy te vi girar con un brillo propio, y entendí que no puedo controlar tu luz, ni debo intentarlo. Mi lugar ya no está en el centro de tu órbita, y eso duele, pero también me enseña algo esencial: amar también significa dejar que el otro brille, incluso si su luz se aleja de ti.
Esa noche, mientras volvíamos a casa, el silencio era denso pero no incómodo. Caminábamos por calles iluminadas por faroles antiguos, con el pavimento húmedo por la lluvia reciente. Me resultaba imposible hablar sin sentir que mis palabras interferían en tu espacio. Y aun así, observaba tus gestos: la manera en que apoyabas la mano sobre el bolso, cómo tus ojos se iluminaban al recordar algún comentario de la recepción, cómo tu risa se aferraba al aire como un hilo que no me alcanzaba.
En algún momento, mientras cruzábamos un pequeño puente, te vi mirar hacia el río y sonreír. Esa sonrisa no era para mí, y no importaba. No se trataba de abandono; se trataba de un espacio que yo ya no compartía, un lugar donde tu felicidad se desplegaba sin mi presencia. Y yo, Félix, aprendí a mirarla con ternura y no con envidia, a registrar tu alegría aunque fuera en un rincón donde no puedo participar.
De vuelta en casa, mientras te duchabas, me quedé sentado en el sillón de la sala. Observaba cómo los objetos de nuestra vida compartida permanecían inmóviles, esperando. El reloj marcaba cada minuto con un tic-tac que parecía recordarme mi propia inacción. Pensé en las pequeñas señales que me habían traído hasta aquí: las sábanas frías, tus guantes mojados olvidados en el balcón, tus risas que ya no buscaban mi presencia. Todo me condujo a esta noche, donde comprendí que un lugar existe incluso cuando uno mismo ya no ocupa su asiento en él.
Mientras escribo esto siento un nudo en la garganta que no se rompe. No es tristeza absoluta, ni desesperación, sino un reconocimiento profundo: nuestro espacio compartido se ha fragmentado, y mi lugar se ha desplazado. No hay reproches, solo aceptación. Entiendo que el amor no siempre se mide por presencia constante ni por cercanía física. A veces se mide por la capacidad de dejar ir, por la habilidad de observar sin intervenir, por la ternura que surge al registrar la felicidad del otro, aunque no te incluya.
Hoy aprendí que hay lugares que uno ocupa en la vida de alguien, y luego deja de ocuparlos. A veces por elección propia, otras veces por la vida misma que gira en direcciones que uno no controla. Y en ese aprendizaje hay aflicción, pero también hay belleza: la certeza de que amamos no por posesión, sino por la capacidad de mirar al otro y desearle plenitud, incluso si no nos corresponde compartirla.
No sé si alguna vez leerás esta carta. Puede que no, puede que estas palabras queden en mi cuaderno como testigo de un aprendizaje que aún duele. Pero quiero que sepas, June, que mientras te observaba hoy, mientras escuchaba los aplausos que no me incluían, mientras imaginaba tu alegría en manos de otros, sentí una paz extraña: una mezcla de pena y gratitud por haber sido parte de tu mundo, aunque haya sido por un momento fugaz.