Londres, Inglaterra.
Hizo sonar la campanilla y luego apoyó su ojo en el ocular, concentrando su vista en las profundidades oscuras del universo. Llevó su dedo a su cabeza y se rascó detrás de la oreja sin apartar sus ojos del lugar, se acomodó en la silla y bajó su mano hasta la pequeña rueda, girándola con sus dedos lentamente mientras fruncía el ceño y contenía la respiración como si de aquella manera pudiera concentrarse aún más en su objetivo, y entonces la vió. Allí en ese espacio y a una distancia inmensurable se encontraba la Nebulosa de Orión. Sonrió en una tenue carcajada.
—Aquí estabas picarona... hoy te habías escondido un poco más que de costumbre... —apartó levemente la vista, tomó la pluma y mojó la punta en el tintero para colocar en su libreta: M42, mientras oía el golpe en la puerta. —Adelante.
La vieja puerta labrada chirrió y el mayordomo ingresó. Un hombre de unos cincuenta y tantos años, de peluca blanca y bigote elegante, su espalda tan erguida que parecía una tabla y su voz balanceada al extremo en los graves y agudos para que fuera escuchada claramente y que no resultara molesta al oído.
—Excelencia, ¿en qué puedo servirle?
— ¿Enviaste las orquídeas que te encargué?
—Sí milord, orquídeas amarillas.
—Manda al ayuda de cámara que prepare mi traje y ese chaleco de seda escocés que me encanta...
—Por supuesto su excelencia.
La puerta nuevamente chirrió cuando volvió a quedarse solo y aunque no lo deseaba en absoluto, abandonó el puesto junto al telescopio resignado su búsqueda, pues aún no había encontrado el M103 que se había propuesto esa noche. Resopló al mirar el reloj ya que por la hora sabía que no le quedaba alternativa más que comenzar todo de nuevo la noche siguiente; llevaba un atraso considerado y seguramente sería el comentario del salón cuando se hiciera presente.
Lavó su rostro en la jofaina y lo secó con la toalla, se sentó junto a la mesa y se miró con detenimiento en el espejo. Llevaba la barba de largo medio, partía de su patilla y cubría el borde de su mandíbula por completo hasta unirse con el bigote y rodear su boca de labios delgados. Era elegante como su padre, al menos así lo recordaba y le agradaba seguir su estilo, con el cabello claro, corto y bien peinado. Sus ojos eran herencia de ambos, de forma almendrada como los de su madre y de un azul intenso como los del viejo y difunto duque.
Con cuidado comenzó afeitarse, actividad que le tomaba tiempo pero que prefería hacer él mismo, tenerla perfecta demandaba atención y se consideraba un hombre detallista al extremo, por lo que detestaba que algo no quedara como lo demandaba, en especial cuando a sí mismo se refería. Colocó la brocha sobre su rostro y esparció la espuma de jabón por todo el sector que debía quedar libre, tomó la navaja y recorrió con cuidado acariciando su piel con el filo mientras la enjuagaba en el agua tibia de la palangana y volvía a repasar. Cuando terminó volvió a lavar su cara, la secó con la toalla y miró su rostro al detalle para luego tomar la tijera y recortar el largo hasta que quedara a su gusto.
Cuanto estuvo listo, estiró las mangas del frac negro y se miró en el gran espejo de su pared, mientras el ayuda de cámara repasaba la caída del faldón y que la tela estuviera impecable.
Tomó la salida principal y se sentó en el cómodo asiento del carruaje, dio un pequeño golpe en el techo del mismo y este avanzó por las calles londinenses. Las farolas negras de gas al costado del camino apenas iluminaban a su alrededor, dando una tenue claridad anaranjada que le recordó el lazo de su vestido entre sus dedos al desatarlo suavemente, y dejando que se escurriera por su cuerpo hasta el suelo, exhibiendo frente a él su preciosa figura. Aquella imagen le hizo sonreír, pues ella le encantaba, era preciosa y seductora al extremo. Disfrutaba de los momentos que pasaban juntos, y aún no había hecho la insinuación que solían hacer las demás, reclamar para sí mismas un anillo y un compromiso.
El carruaje se detuvo y aguardó sentado que el conductor abriera la puerta para descender, y cuando ésta se cerró tras él, el blasón del ducado de Rutland quedó a la vista. Dos unicornios parados en sus patas traseras, enmarcando con las delanteras una corona repleta de piedras brillantes, y sobre ella las plumas extendidas y preciosas de un pavo real.
Ingresó por la puerta principal ante las reverencias de los lacayos y fue recibido con las pompas que merecía, a pesar de que había llegado una hora y media tarde. Detalle imperdonable para cualquier caballero, a excepción suya, claro estaba, pues nadie hizo mención del asunto. Se adentró en el salón de baile mientras la orquesta a pleno entonaba las notas de un reel. Miró alrededor y sonrió al ver a Lord Caldwell acercarse con sonrisa socarrona y darle una palmada en su hombro.
—¿Quieres explicarme que diablos te ha entretenido Rutland? ¿Ha muerto alguien o es que te has propuesto matar de desdicha a estas damas que han aguardado por ti toda hasta ahora? —preguntó con ironía .
—Ni lo uno ni lo otro —Lo miró con una sonrisa en los labios. —Ha sido M42. —Su amigo para ese instante se había atragantado con él tragó de coñac y movía la cabeza de un lado a otro.
—Estás loco... Mira lo que es este salón —Extendió su mano señalando cada rincón —Está atestado de preciosas estrellas que tienes al alcance de tu mano, y tu te entretienes con una que está tan distante que no puedes más que mirarla a través de un tubo.