La noche había sido devastadora. Oscuridad, silencio, comodidades como si de una princesa se tratase, que no hacían más que recordarle que ya no sería Dana Amery la enfermera de Rotherham, sino la duquesa de Rutland.
Aquella mañana había preferido quedarse en su habitación y tomar allí el desayuno, mientras Gabriel y a Lord Caldwell se deshacían organizando cada detalle de la boda.
No había cruzado palabra alguna con ellos, y en cambio había pasado gran cantidad de horas de pie mientras la modista le tomaba medidas y probaba modelos y telas. Estaba hastiada. Nada le había aburrido tanto en la vida y hasta se sentía capaz de afirmar con toda certeza que prefería mil veces recoger hierbas en las orillas del río, cazar sanguijuelas o incluso recolectar raíces, a comprarse vestidos que según Lord Caldwell ayudarían a que pareciera una mujer delicada. Causa más que suficiente para que perdiera la cuenta de la cantidad de veces que había deseado apretar el cuello de ese hombre, pero se limitaba a cumplir con sus deseos, anhelando que aquella pesadilla terminara pronto.
Se sentía desilusionada, su corazón destrozado por tantas mentiras y aquel desinterés por su persona. Por momentos se preguntó qué era lo que en realidad le había enamorado, pues la manera de dirigirse a ella aceptando las burlas de su amigo y sus actitudes egoístas sin contemplar si quiera sus deseos, no habían producido en ella sino una profunda decepción.
Cuando el sol de la tarde aún daba su calidez plena, se oyeron caballos y se acercó a la ventana y comprobó que el carruaje de Lord Caldwell partía, con ambos caballeros en él.
Resopló mientras acomodaba su cabello frente al espejo del tocador y finalmente ante la certeza de que no lo encontraría en algún pasillo o en el jardín, bajó las escaleras dispuesta a beber un té y dar un paseo para tomar algo de sol y aire del jardín que le ayudara a sobreponerse a tanto pesar.
Se acercó a la cocina y ante la sorpresa de los trabajadores de la casa que de inmediato se pusieron de pie, sonrió y rápidamente tomó una de las sillas sentándose a su lado.
—Milady, ¿necesita usted alguna cosa?
—Oh no... milady, no... Dana está muy bien. —El cocinero y las dos criadas sonrieron, mientras el mayordomo aún de pie, carraspeó.
—Milady —dijo afirmando sus dichos —Lord Caldwell y... el señor Mirabillis —levantó una de sus cejas haciendo hincapié en aquel apellido, dando a entender que ya estaba al tanto del asunto del duque y los cuidados que debían de tenerse. —...han salido un momento, y no creo que le agrade encontrarla en la cocina a su regreso. —Ella inspiró profundo y finalmente con voz calma, respondió.
—No se preocupe, no se opondrá a que converse con ustedes. Estoy segura. —El hombre la miró con dudas —De todas maneras, solo estaba buscando un té para beber en el jardín.
—Por supuesto, pero insisto en que sería bueno que lo esperara en la sala. —Cerró los ojos conteniendo su fastidio y finalmente se puso de pie y lo siguió hacia el amplio sillón color crema, que se encontraba en el recinto.
No sentía deseos de quedarse en aquel lugar que no hacía sino recordarle la conversación del día anterior. Volvió su rostro al hombre que aún permanecía de pie detrás de ella y que amablemente insistió con su mano en que tomara asiento.
Llamaron a la puerta y mientras acomodaba la falda de aquel amplio vestido que aún no acostumbraba a utilizar, el mayordomo acudió de inmediato y apenas segundos después y para su sorpresa, la sonrisa cálida del doctor Hendricks se encontraba frente a ella.
—Señorita Amery... finalmente he podido dar con usted. —Ella se puso de pie de inmediato con una sonrisa, mientras él se acercaba a saludarle.
—Doctor Hendricks, qué pena con usted en hacerlo venir aquí con todos sus pacientes y tantas ocupaciones, pero francamente no tenía a quién más recurrir...
Él apretó el ceño confundido por su rostro demudado y sus ojos brillosos que a las claras contenían preocupaciones, tristezas y dolores.
—No se preocupe por mí. Ya he llegado y si tiene todo listo estoy seguro que mañana por la mañana podremos volver al pueblo. Allí veremos dónde pueda quedarse...
—Oh... es que tengo tanto que explicarle... —le interrumpió de inmediato y guardó silencio un momento mientras contenía las lágrimas y solicitaba un té para el doctor.
Él amablemente le ofreció el brazo y ambos cruzaron la sala y la arcada de ingreso hacia el jardín. Atravesaron el sendero que se perdía en una preciosa arboleda, donde la hierba cubría el suelo completamente y el perfume de las flores veraniegas los invadió mientras tomaban asiento a la sombra de una glorieta.
—Doctor, la historia es larga y demasiado complicada... —Apretaba sus manos, nerviosa y dudando qué decir y hasta donde. —Y no sé si en alguna de nuestras conversaciones le comenté que no tengo a nadie más que a mi tía May, y no quiero llenarla de más preocupaciones de las que imagino ya debe tener.