Junto a Ti

Capítulo 30

Los cascos de los caballos que golpeteaban el camino, levantaban una nube de polvo que se escurría por algún minúsculo espacio y enturbiaba el aire que separaba a Gabriel y Lord Caldwell de sí misma. Corrió el cortinado y el verde fresco de la grava iluminaba su mirada, sumado a la humedad que aún reinaba en el aire, y los rayos dorados de un sol de mañana que resplandecía en cada una de las gotas de rocío que permanecía aún en las superficies de las hojas.

A lo lejos  podía ver la punta de la torre de Leloir y su pecho estaba apretado como el más ajustado de los nudos. Todavía podía recordar a la perfección todo lo acontecido aquella noche y  anhelaba que sus ojos no se cerraran si quiera para parpadear, puesto que la imagen de aquel pasillo oscuro, el sonido de los pies de Gabriel arrastrando en el suelo, el peso de su cuerpo, las ratas alrededor y ese temor invisible que paraliza, la invadían por completo.

Volvió sus ojos a su esposo y lo contempló mientras conversaba con su amigo. No era el mismo  que había conocido aquella mañana en la habitación de su madre, que le había jugado aquella broma y que había disfrutado del terror en sus ojos. Llevaba su frente apretada, su boca que aún torcía  al hablar, su mano derecha contraída, la preocupación que lo había consumido y un semblante de dolor cincelado en sus facciones. Lady Realish había muerto.

Por un instante entre murmullos y murmullos con Lord Caldwell, cuando apoyaba su frente en el cristal y cerraba sus ojos, Dana hubiera jurado que alguna lágrima había rodado por su mejilla. Estaba destruido y ella lo sabía.

Perder a su madre en semejantes circunstancias, sintiéndose imposibilitado de ayudar de alguna manera, a la distancia y con tantos problemas, había sido devastador; pero más aún haberse enterado de la manera en que lo hizo, en una conversación que Frank había tenido  con Lord Clibber, seis días luego de que había acontecido.

El carruaje se sumió en silencio al acercarse a la entrada de Leloir. Dana lo vio erguir su espalda dispuesto a enfrentarse con quien fuera, pero no fue necesario. Cuando los guardias detuvieron el carruaje, sólo debió soportar la mirada inquisidora y curiosa para que luego permitieron el ingreso. Dana sabía que la humillación era demasiada para él, pero tampoco se le ocurría qué decir que de alguna manera lo confortara, y prefirió callar.

La noche anterior cuando se habían acostado, sintió los brazos de Gabriel rodear su cuerpo por completo, y hundir su rostro en su espalda. No dijo nada, no quería apartarlo  sino todo lo contrario, ansiaba consolarlo y que sintiera que ella estaba allí. Recordó su dolor al perder a su padre y ese vacío inmensurable que queda luego del adiós. Había apretado su mano con la suya y dejó un beso en sus nudillos, pues su dolor era aún mayor que el propio, ya que no había podido siquiera decirle adiós. Sólo conservaría en su memoria los momentos compartidos y la imagen de Lady Realish reponiéndose y de buen ánimo.

Los caballos se detuvieron bajo el blasón de Rutland y cuando corrió el cortinado, nadie estaba allí para recibirle, a excepción de Kent. No sabía si Gabriel esperaba algo más, pero notó su boca más torcida que de costumbre y supo que aquello de alguna manera le disgustaba, quizás por Danielle o su sobrino.

Aguardaron impacientes que los lacayos abrieran la puerta y de inmediato Kent se acercó.

—Milord…  cuánto lo siento… no sé qué decir, es que…

—No dighas nadgha. —Respondió con tono un tanto sombrío. Se volvió hacia el carruaje y le extendió la mano a Dana, quien levantó el faldón negro de su vestido y descendió. Apenas apoyó el pie en el suelo los ojos de Kent que volvían de inspeccionar a la perfección la mano y el rostro de Gabriel, se posaron en el suyo y percibió casi de inmediato una leve mueca de disgusto; y claro que debía sentirlo, no era novedad para Dana que aquel hombre la detestaba, y mucho más en aquel instante en que debía suponer lo que tanto se había dicho, que ella manipulaba a Gabriel, aunque por supuesto ignoraba que ella lo había visto en la despensa la noche del baile, en aquella actitud bastante sospechosa.

—Señorita Amery, Lord Caldwell… —murmuró entre dientes y ella asintió con un leve movimiento de su cabeza, pero de inmediato Lord Caldwell intervino.

—Kent, es “duquesa”, “milady” o hasta “Lady Realish”. Recuerde que ahora la señorita es la duquesa de Leloir.

De inmediato lo pronunció, los ojos de Kent se desorbitaron, no sólo por la obligación de llamar a Dana “duquesa”, sino de incluso tener que nombrarla como a la elegante y distinguida duquesa, cuyos restos ya descansaban.

—Oh, no por favor… —intervino ella.

—Tieghne raghzón. —Le interrumpió Gabriel mientras caminaba presto e ingresaba al palacio.

Kent se limitó a asentir con una corta reverencia cuando Gabriel pasó a su lado, pero al incorporarse, sus ojos se clavaron como daga en los de Dana, quien apenas carraspeó y siguió rápidamente los pasos de su marido, y tras ella Lord Caldwell.

Leloir estaba silencioso y vacío. Sólo los criados y algunos lacayos, pero de su familia nadie. Inspiró profundo tratando de controlar su ímpetu y con aquella mirada recia y casi endemoniada, interrogó al mayordomo.

— ¿Mughrray? ¿Lorghd Broghwn? ¿Danghiellghe, Caghtheringhe?  —pronunció casi inentendible.

—Milord… Lady Danielle está de viaje, lo sucedido con su madre la sobrepasó, no pudo soportarlo y Lord Brown le aconsejó que cambiara de aires. Tengo entendido que está en casa de Lady Sophia Allen. Lord Realish… es decir, su hermano, está en el pueblo con Lord Brown y Lady Catherine haciendo caridad. —Apretó el ceño y miró a Caldwell.

—¿Migh madghre?

—Me temo que los restos de Lady Realish fueron llevados a la abadía juntos con los de Lord Realish. —Kent hizo el gesto de secar una lágrima de sus ojos y el tono de su voz disminuyó. Gabriel golpeó el suelo con sus zapatos y contuvo el nudo apretado en su garganta. Le dolía que no hubiera tenido en su familia una sola persona que lo apreciara y que lo esperara, que le hubieran avisado, que hubiera podido despedir a su madre. Sentía una angustia profunda que no le permitía decir ni una palabra más, que lo indignaba y sabía que igualmente ya no había nada que pudiera cambiar lo acontecido. Subió las escaleras de a dos peldaños mientras todos contemplaban su desasosiego desde el salón de Leloir.

Dana observó al mayordomo con detenimiento y en silencio, pues de alguna manera lo despreciaba y todo en él le sonaba falso e hipócrita, comenzando desde sus lágrimas y sus lisonjas. Sus ojos se encontraron y él irguió su espalda manteniendo aquella aguzada y afilada mirada en ella, y a pesar de que no pronunciaron palabra, los dos dejaron en claro que no se soportaban. Él carraspeó e ignorándola, hizo una leve reverencia a Frank y se retiró.

—Vaya, vaya… que terrible bienvenida… Entiendo a Gabriel y su malestar…

— ¿Malestar? Lord Caldwell, con todo respeto, él no siente solo malestar, siente dolor. —Dijo con cierto tono de indignación. —Acaba de perder a su madre  y no ha podido siquiera despedirse de ella.

—Claro que lo sé… no me trate como si ignorara a mi amigo. Le aseguro que lo conozco más que usted, hemos pasado juntos tantas cosas, tantas desventuras, locuras y fiestas… —rio dejando en claro a qué tipo de acontecimientos se refería.

—No lo parece… no ha dejado de insinuar cosas y hacer hincapié en otras que es preferible no nombrar.

— ¡Qué rápido se ha tomado en serio su papel de duquesa! —Dijo exaltado y sonriente. —No se confíe, los dos sabemos cómo es este asunto del matrimonio. —Musitó entre dientes y con aquel característico tono burlón que ella ya le conocía. Dana tragó su orgullo, deseaba responderle, pero después de todo él tenía razón. —No olvidemos ciertas cuestiones de título que usted parece de repente ignorar, y no sea impertinente. —sus últimas palabras no se condecían con su sonrisa, y ella percibió que estaba molesto. —Estoy harto de sus intromisiones, contestaciones y atrevimientos, pues cuando esto acabe, yo seguiré siendo el distinguido conde de Cornualles, hijo de Lord Lincoln Caldwell y de Lady Ofelia Wiltmore Caldwell; pero usted seguirá siendo la simple muchacha de pueblo que alguna vez soñó que podía ser una verdadera duquesa. —Escupió aquellas palabras con un dejo despectivo en su voz, pero con una sonrisa de suficiencia en sus labios que no hicieron sino machacar una verdad que ella sabía desde el primer día. No podía responder nada, las palabras se habían esfumado de su mente y había quedado en blanco por completo. Irguió su espalda y levantó su falda mientras subía los escalones, oyendo a su espalda la voz de Caldwell. —No me deje solo… no sea descortés… finalmente sólo estoy diciendo la verdad.  —Sus palabras se entremezclaban con sus risas irónicas, haciendo que Dana se retorciera por dentro.

Cuando pudo asentar sus pies en el último escalón y esconder su cuerpo en el pasillo, apoyó su espalda en la pared y contuvo un sollozo, preguntándose si alguna vez recuperaría su vida sencilla y podría tener una vida normal, sin que nadie le recriminara sus errores, ni aquella aventura idiota de creerse duquesa, que solo había aceptado por amor.

— ¿Dana?  —La voz de Darla la distrajo de sus pensamientos miserables. Se volvió hacia ella rápidamente y secó sus lágrimas con discreción. La muchacha llevaba en sus brazos un fardo de ropa de cama y salía de la habitación de Lady Realish.

—Darla… qué bueno verte… —ella sonrió mientras se acercaba rápidamente y se fundían en un fuerte abrazo.

—Dios mío… mírate… estás preciosa… Todo era verdad, lo que se oía en los rumores de palacio... —Dana la miró intrigada. —…que te habías casado con Rutland… ¡eres la duquesa! Hubiera jurado que un matrimonio así era imposible... —Dana asintió con timidez y un dejo de vergüenza.

—Así es…

—Apenas si puedo creerlo, es que no sé ni cómo nombrarte… Volver a verte aquí, y a él verle despierto…  aunque se vea tan mal y hable terrible… la verdad es que intento no creer lo que he oído pero…

—Bien haces, amiga mía. Él está bien. Es Rutland, el mismo de siempre.
—Deseo que así sea de todo corazón. No imaginas tantas cosas que han sucedido. Tengo tanto para contarte y tu a mi…

—Mejor luego… Dime ahora dónde lo viste.

—En la habitación. —señaló la de su madre. —Me ha corrido prácticamente a los gritos y sin entender casi ni una de sus palabras.
Dana inspiró tomando aliento y apretó su mano.

—Luego hablamos. Iré a verlo.
Caminó lentamente hasta la habitación y entornó la del recibidor. Todo estaba en Penumbras, apenas un hilo de luz se colaba por la separación del cortinado y daba en el suelo alfombrado de una habitación sin vida. Al menos así se sentía. Miró en todas direcciones y no podía encontrarlo, sólo percibía la silueta efímera de algunos muebles y un silencio desolador.

Su corazón se le apretó en el pecho al sentir aquella soledad rodeándola y un vacío inconmensurable que lo invadía todo.

—¿Milord? —Susurró con preocupación. El silencio fue su respuesta y hubiera pensado que de verdad no se encontraba allí, si no fuera por el casi imperceptible roce de un zapato en el alfombrado de la habitación. Se atrevió a adelantarse aquellos pasos y entornó la siguiente puerta. Apenas un pábilo se contorneaba enmudecido y una luz cálida iluminaba el rostro apagado y sombrío de Gabriel, que yacía en la mecedora, con su rostro apoyado en el dorso de su mano y la mirada perdida en algún firulete dorado del dosel de la cama. Lo observó intranquila. —¿Necesita algo? ¿Desea mi compañía? —deseaba de todo corazón que dijera que sí, aunque la cama vacía de Lady Realish sólo traía a su presente el dolor y el desasosiego de la pérdida que ya había sentido ella misma meses atrás. Gabriel no respondió, y aquella distancia le obligó acercarse. Si él no pronunciaba palabra, es porque de verdad la necesitaba. Miró en todas direcciones y  no había donde sentarse más que la cama de la difunta duquesa, que por razones obvias no pensaba transgredir. Se acercó a la mecedora, y se detuvo de pie a su lado. —Quisiera estar en silencio y respetar su dolor, pero sería tan falso de mi parte decirle que todo estará bien, que este dolor pasará, que el tiempo cura las heridas…  nada va alcanzar, nada será igual y su ausencia la sentirá siempre…  —Gabriel levantó la mirada y aunque no pronunció palabra, se detuvo en sus ojos el tiempo suficiente para que ella leyera en ellos todo su padecimiento. —Lo siento mucho si mi franqueza duele, pero de mí no obtendrá mentiras. La pérdida de un padre amado es imposible de compensar en la vida, es por eso que debe concentrar sus pensamientos en los momentos bonitos, en su voz al nombrarle, en sus consejos y…

—Me duelghe tanghto…  —Rasgó su voz y sus palabras se sintieron en carne viva. Apretó su boca con su mano izquierda, intentando contener su llanto y contener sus labios que de tantas emociones no respondían en absoluto, sino se desviaban por completo. Dana acercó su mano temblorosa a su cabello y le acarició, deseaba darle consuelo y que no se sintiera tan solo. —Hughbiergha desgheado estargh aqughí, acompaghñarla, toghmar su mangho, cuidarghla…

—Ella lo sabía…  Estoy segura. Me escribió tantas cosas bonitas sobre usted, sobre su dignidad y su honor… estaba orgullosa… —Se puso de pie con vehemencia y Dana se sobresaltó. Caminó hasta la ventana, corrió el cortinado permitiendo que la luz del atardecer lo llenara todo, y le dio la espalda.

Se sintió inútil de estar lejos y dejó ser a su corazón. Se acercó lentamente y apoyó su mano abierta sobre su espalda, a la altura de su hombro.

—Si desea llorar, hágalo. Ningún hombre perdería honra, poder, respeto y mucho menos nobleza al derramar lágrimas por la pérdida de su madre, sino todo lo contrario.

Su espalda se sacudió y los ojos de Dana se inundaron en lágrimas. Su dolor la conmovía, la debilitaba. Sólo se giró levemente y se detuvo frente a él, quien inundado por emociones tan difíciles de contener, se volcó en su hombro y le abrazó. Lloraba desconsolado, sin gritos ni sollozos audibles, sino sacudidas de un cuerpo devastado y gemidos incomprensibles de un corazón en pedazos que habla por sí solo. Ella lo sostuvo mientras él se apretaba a su cuerpo y hundía su rostro en su cuello.

—Gabriel…  —Susurró entre sus propias lágrimas. Apenas una palabra que escapó de todo control. El hundió sus manos en su vestido y la abrazó aún más.

Cuando su cuerpo había recuperado la compostura, y su rostro había demudado a una tristeza terrible pero de músculos más relajados, levantó la mirada y sus ojos brillaban azules, tanto como el océano de la más preciosa de las playas. Levantó su mano y con el dorso acarició su mejilla mientras no dejaba de mirarla.

—Graghcias. —aquella palabra le atravesó. —Ella estarghia muygh felghiz de saghber qughe me caghse… Me hughbiergha gustghado contgharle.

—Con todo respeto, mejor es que no lo supiera…  quizás su alegría sería distinta al saber que no soy Lady…

—Ellgha estarghia felghiz…  estghoy segurgho. —Dana sonrió levemente. De alguna manera, pensar que él deseaba contarle aquello a su madre, la llenaba de una emoción profunda. —Dighme de nueghvo…

—¿Qué cosa?

—Mi noghmbre… —Dana sonrió y movió su rostro de un lado a otro en negativa. —Porgh favor... No soghportaria  que la unicgha mughjer que me ha vighsto llorar me llaghme de otra maghnera. —Una sonrisa se coló por su comisura y trató de esquivar su mirada insistente. —Por faghvor…—Dana rio notablemente, y su rostro cercano la ponía tan nerviosa que cambiaba el peso de su cuerpo de una pierna a la otra, como si de alguna manera  intentará escapar. — ¿No te imporghta?

— ¿Qué cosa?

—Que Rutghland ruegue por prighmera vez en su vighda.
Dana río y cerró sus ojos cuando el levantó su mentón para encontrar su mirada.

—Gabriel…  —Susurró, y el sonrió complacido. La acercó y besó sus labios dulcemente, insistente y al mismo tiempo delicado. Quiso apartarse con la poca fuerza de voluntad que aún conservaba, pero él la atrajo nuevamente tan solo con el dedo que permanecía apoyado en aquel mentón estrecho. Dejó un beso en su nariz y luego en su frente mientras volvía abrazarla y estrecharla.

—No vuelghvas a llaghmarme de otra maghnera…

Asintió con un movimiento leve de su cabeza y giró su rostro hacia la ventana mientras disfrutaba de aquel momento de locura en que se sentía libre de amar a un duque sin importar la certeza de  que quedaría en añicos.

El sonido de un carruaje los distrajo. Volvió sus ojos a Gabriel que miraba con atención y expectante a quienes descendían. Su rostro volvió a demudar, y Dana temió lo que pudiera suceder.

Los caballos resoplaban y tres lacayos corrieron a la puerta con aquel blasón que en aquel instante sentía propio y ajeno a la vez. Sus puños se apretaron hasta empalidecer, y su rostro se endureció como un pedernal al ver a su hermano descender del mismo y ofrecer el brazo a su prometida; Lord Brown y Catherine, el arzobispo y tras ellos el pequeño Connor, quien llevaba sus hombros hundidos y un rostro de fastidio que se percibía aún a la distancia.




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