Desató el moño de su vestido y soltó el lazo que sujetaba su cabello. Darla desató el cordón ajustado del corsé y sintió alivio instantáneo al sentir sus pulmones llenarse de aire y su espalda tensa, relajarse.
— ¿Tienes hambre? Si quieres puedo buscar algo en la cocina.
—No te preocupes, sólo quiero descansar un poco. Tengo la cabeza deshecha con tantos problemas.
— ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué no ocupas tu lugar en la habitación?—inspiró profundo y se sentó sobre el mullido colchón.
—Quisiera decirte que este sueño precioso es verdadero, pero la realidad es que no es así. —Darla la observó intrigada mientras colgaba el vestido en el armario. —Este matrimonio nunca se ha consumado y la realidad es que en cualquier momento la reina podría diluirlo dado que no soy noble ni tengo título alguno.
—Dios mío Dana, ¿quién puede entenderte? Tienes a un duque durmiendo a tu lado, mirándote con esos ojos divinos, y sólo te recluyes en una habitación lejana… Deja de pensar en futuros próximos, vive la vida, sueña y sé feliz… lo mereces.
Resopló al oírle y se sobresaltó ante los truenos y el resplandor de los relámpagos lejanos iluminando la noche con un entretejido azulado.
— ¿Qué quieres que haga al respecto? Hay cosas que simplemente no pueden ser…
—Pues empezaría por abrazarme a su espalda, recostarme a su lado sintiendo su calor tierno. —Dana sonrió.
—Deja de pensar esas cosas…
—Creo que él ha de pensarlas a diario…
— ¿Tu crees? —Darla rio con una carcajada.
—Eres tan inocente… Dana, los hombres piensan en eso todo el tiempo.
— ¡Estás loca!
—Loca estas tu para dormir aquí sola con semejante oscuridad, la tormenta que se avecina y teniendo a tu esposo a una habitación de distancia. No puedo entenderte.
Darla terminó de extender un acolchado sobre la cama y dejó una jarra con agua sobre la jofaina.
—Mejor no me digas nada… bastante tengo ahora con sentirme como me siento. Sólo resta un día y será la sesión con el tribunal. No tenemos más que el testimonio de Gabriel, el de Lord Caldwell y el mío. Su familia tiene todo lo demás. —Suspiró abatida mientras se recostaba y Darla se acercaba a la puerta.
—Puede ser amiga querida, pero ustedes tienen la verdad que es lo más importante.
—Quizás, pero no siempre triunfa.
—Siempre… siempre, Dana.
Sonrió con aquel rostro amigable que había conocido su primer día en Leloir y cerró la puerta tras de si.
La habitación quedó a oscuras, apenas una vela en su mesa de noche y las palabras de Dana resonando en sus pensamientos tan tormentosos como el vendaval que llegaba a Leloir.
Se recostó de lado, sopló la vela y miró por el cristal de la ventana el resplandor de los rayos y el sonido de las gotas de agua golpeando los muros y haciendo una melodía tenue y melancólica.
— ¡Ah! —Un grito espeluznante alcanzó sus oídos y se sentó en la cama con el corazón latiendo desesperado y aterrorizada. Todo estaba oscuro y a tientas buscó su bata a los pies de la cama mientras estiraba sus manos y caminaba aprovechando la claridad de los rayos y lo que su mente recordaba de la habitación. Estaba aterrorizada y sólo segura de que el grito había sido de Gabriel.
Se tropezó con la banqueta y con su mano arrojó el adorno de porcelana que reposaba sobre la cajonera del recibidor, pero alcanzó la manija de la puerta y apenas abrió, la luz del candelabro asaltó sus ojos y en una corrida estaba entornando la puerta de su habitación.
— ¿Gabriel? —preguntó angustiada. Caminó decidida al oír su gemido y lo encontró en su sillón junto a la ventana cuya hoja se flameaba con el viento y golpeaba contra la pared. Alrededor, bajo la luz tenue de un candelabro, los cristales rotos en el suelo y las gotas de sangre brotando de su mano y su frente.— ¡Dios bendito!
—Estoygh bien… —musitó apretando sus dientes.
— ¿Cómo vas a estar bien? Mira la sangre…
—No te acerghques… hay vidghrios por doquier.
No obedeció y a pesar de oir sus rezongues, en un santiamén estaba a su lado. Tomó su camisa que caía al costado de la silla y cortó una de sus mangas para vendar la herida de su mano que previamente limpió.
— ¿Cómo es que te has hecho esto? ¿Qué hacías?
—Pensaghba en ti… pero el vienghto no me deghjaba… —Dana bajó la mirada desde la herida de su frente y contempló sus ojos brillosos, apenas un instante.
—Estoy hablando seriamente.
—Yo tmbieghn.
—Mejor vamos a la habitación de tu madre… este viento está terrible y con el cristal roto no podrás dormir…
— ¿Voy a podgher dorghmir contigho? —Dana carraspeó mientras le ayudaba.
— Yo no dije eso… ¿Has bebido?
—Un pocgho de jerez…
—Me di cuenta… —su aliento estaba perfumando a las avellanas y almendras del buen vino.
Caminaron hasta la habitación de Lady Realish y dejó el candelabro en la mesa mientras él se sentaba en el sillón.
— ¿No te gustgha que beghba?
—No en exceso. Si no hubieras bebido…
—Si no hubiergha bebghido te hubiergha buscado aqughí. —Volvió a bajar sus ojos, pero no respondió. Su voz tierna y aquellas palabras sinceras y que sin freno se escurrían por sus labios perfectos, la enternecían más de lo debido.
—Esta herida no me gusta… sigue sangrando… —Ya la había limpiado pero aún así continuaba abierta. —Creo que unas verdolagas con incienso podrían ayudar… sostén este paño aquí. —Él obedeció.
—Por faghvor, cualquier coghsa menos estiérghcol. —dijo mientras cerraba sus ojos y ella se alejaba con una sonrisa en sus labios.
Cuando regresó a la habitación, el paño descansaba al costado del sillón, la sangre de su herida se había secado y él dormía. Dejó la bandeja con las compresas en la mesita, se acercó reclinándose a su lado y lo contempló dormir. Llevaba un mechón de cabello cayendo sobre su frente maltrecha y su rostro esculpido parecía un tesoro precioso. Recorrió su mejilla con su dedo y él entornó sus ojos.
—Te has dormido… Vamos a la cama… —Gabriel asintió y se puso de pie. Caminaron hasta la amplia cama y le ayudó a quitarse los zapatos pues su mano endurecida estaba lastimada y con las vendas no podía hacerlo por sí solo.
Dana se puso de pie e hizo un paso para alejarse pero él carraspeó.
—El pantaghlón… no puedgho quitárghmelo.
— ¿No puedes dormir con el?
—No. —Odiaba cuando lo pronunciaba perfecto y sin dar lugar a discusión. Se volvió hacia él y respiró profundo para tomar coraje.
—Esto es una vergüenza… ¿cómo voy a quitarte los pantalones? —murmuró mientras desabrochaba el primer botón.
— ¿No lo haghbías hecho antghes?
—Estabas inconsciente… —Gabriel la abrazó y cayó de espaldas sobre la cama, cerrando sus ojos y arrastrándola sobre él.
— ¡Gabriel! —Le reclamó, pero él no respondía y sus labios se habían estirado en una sonrisa dulce mientras sus ojos continuaban cerrados. —Gabriel Reece Realish, deja de bromear con esto… —Abrió sus ojos y la observó silencioso.
—Me doy cuenta de algho… —Ella tragó nerviosa, pues la memorizaba con la mirada y su cercanía la estremecía de temor. —Si supiergha que vas a quedarghte junto a mí, deghjaria de importarme lo que sughceda con el título, con este palaghcio…
—No digas eso… —aquel miedo la consumía y se dio cuenta que temblaba. El pavor a perder el control y dejarse amar, la estremecía.
—Es la verghdad.
Levantó apenas su cabeza y besó sus labios dulcemente, derribando por completo su endeble determinación. Era Dana Amery, la hija de un viejo boticario que había crecido en un pequeño pueblo llamado Rotherham, huérfana de madre y criada bajo humildes condiciones, estrictos consejos morales y la educación que su padre pudo darle. Inteligente pero sin dinero, comprometida y abandonada, casada pero sin esperanzas, amándolo a pesar de todo y debiendo abandonarlo por sus errores pasados, por ese niño que venía en camino, por la suerte de aquel pequeño que en aquel momento dependía de sus fuerzas. Sintió deseos de llorar por su mala suerte y por su desdicha, pero sentir sus caricias atravesar la fina tela de su camisón la hacían odiarse por aquella culpa que la abrazaba.
—No… no debemos. —Murmuró entre sus labios y el aliento de sus besos, con el propósito de detenerlo pero aquella lucha interna que se debatía en aquel instante le hizo pronunciarlas con poco convencimiento y no se detuvo.
Se giró con la habilidad de un lince y se detuvo en sus ojos suplicantes, pero no era su convicción lo que leyó en ellos, sino el mismo deseo por amar que sentía él.
Besó su boca una vez más y luego su cuello y su hombro desnudo que emergía entre la manga de su bata y el camisón. Estiró sus dedos y desató el nudo descubriéndola muy hermosa. Se sentía distinto, no era una vez más, no era una noche más con cualquier mujer. Era ella, su Dana. Jamás imaginó que se pudiera sentir tan bonito estar enamorado, y claro que lo estaba y hasta los huesos.
Ella cerró sus ojos mientras él inspiraba el perfume de su cuello y acariciaba con su manos su cintura estrecha, deslizándolas por debajo de su camisón y hasta sus muslos. Se detuvo y entornó sus pestañas para encontrar sus labios gruesos e inflamados, rosados y deseosos de más.
—Te amo. —pronunció sobre ellos a la perfección, mirándola a los ojos y sintiéndose el hombre más feliz del mundo a pesar de estar a punto de perderlo todo.
Dana se entregó por primera vez, repleta de amor y a su esposo como siempre había soñado, pero cuando la luz de la vela se extinguió, sintiendo aún sus brazos envolviendo su cintura y su respiración junto a su oído, aquella culpa regresó con más fuerzas y lloró en silencio. Lloró por ella, por su desdicha y su miseria, por el dolor y la vergüenza de haber sido tan egoísta y pensar en sí misma por una vez en la vida.
La tormenta intensa continuó durante varias horas, el viento azotó a Leloir y marcó en ella aquella noche con las huellas indelebles de la piedra que gasta.
Cuando volvió a mirarlo, la claridad del amanecer bañaba su espalda y su cabello castaño claro. Tomó el pañuelo y el bolso mientras cerraba la puerta tras de sí.
Cuando se volvió, la calesa ya había atravesado la guardia de ingreso y solo divisaba entre los árboles las torres del palacio.