Junto a Ti

Capítulo 37

Kent lo observaba desde la puerta del viejo estudio. Llevaba la mirada regia que ya le conocía, aquel par de líneas en su frente y sus labios apretados.

- ¿Está seguro, Milord? -Gabriel levantó su mirada de los papeles que guardaba en el sobre de cuero y recriminó con la misma, cada una de sus palabras.

-No deghbes entroghmeterghte.

-Lo siento, su excelencia.

Guardó aquella valiosa carta, los papeles de la tabacalera y los gastos de Leloir de los últimos meses. Era lo único que tenía, lo único con lo que contaba. Hasta Dana se había ido y estaba tan solo que prefería no volver a recordarlo. Su convicción de duque era más fuerte que todo lo que se avecinaba, para eso lo habían educado toda su vida y había soportado los estrictos reproches de su padre.

Llegaría a Londres antes de lo planeado, pero le urgía solucionar aquel asunto de Keira antes que nada más y tratar de encontrar a Frank que no había enviado noticias desde su partida. Por lo demás, las cartas ya estaban echadas y sólo restaba confiar en Dios y en la verdad.

Subió al carruaje y dejó atrás a Leloir. Apretó su frente y miró aquella venda envolviendo su mano, que sólo le recordó una vez más que no solo llevaba una gran preocupación y responsabilidad sobre sí mismo, sino también el corazón partido de dolor.

Apretó su frente y miró aquella venda envolviendo su mano, que sólo le recordó una vez más que no solo llevaba una gran preocupación y responsabilidad sobre sí mismo, sino también el corazón partido de dolor

Había apoyado su cabeza en el borde de la calesa que se movía de manera desmedida mientras avanzaban por el camino desparejo. Cerró sus ojos y llevó su mano a su rostro inspirando profundo y aún percibiendo en su piel el perfume de la suya. Tragó saliva conteniendo el nudo que apretaba su garganta que ya estaba ahogada de penas y dudas.

Una mezcla de culpa y arrepentimiento la invadían. Deseó que su tía May estuviera allí para aconsejarle o hasta reprocharle, algo que anhelaba para encausar sus pensamientos tan tortuosos y disímiles.

Volvió el rostro a la lejanía, ya no había nada más que la hierba verde y las hojas ocres y naranjas de los árboles que descansaban sobre el aquel alfombrado natural. Estaba hecho. Gabriel de seguro había leído su nota y no importaba el deseo presuroso de correr nuevamente a él y pedirle que olvidara todo lo que había escrito; él ya lo sabía y debía estar odiándola por abandonarlo a un día de aquel que marcaría su vida para siempre. Apretó sus dientes odiándose por ser tan necia y por ser tan cobarde.

-Señorita, estamos llegando. ¿Hacia dónde se dirige? -Levantó la mirada y divisó los tejados grisáceos, a dos aguas, de Hallaton.

- ¿Conoce usted la casa del doctor Hendricks?

-Claro que sí. Son pocos los que saben pero el doctor se ha mudado a las afueras del pueblo hace unos días. Antes tenía su consultorio junto a la plaza del centro, pero ahora ha preferido un lugar más tranquilo. -Dana asintió.

- ¿Podría llevarme por favor? Necesito llegar allí.

Tiró de las riendas y los caballos tomaron el sendero que se perdía en la llanura junto a la colina. El aire frío calaba su chal y la tela de su vestido. Se abrazó a si misma y apretó sus ojos deseando dormir un poco, pero fue en vano, sus pensamientos vagaban entre su visita a la casa del guarda, las palabras de Connor, Frank Caldwell y a la voz de Gabriel diciendo "te amo" sobre sus labios.

A pesar de que había llevado sus ojos cerrados no había podido dormir ni un solo minuto, su cabeza dolía en exceso y su cuerpo se sentía débil por el hambre. No había cenado ni tampoco tomado el desayuno, en su apuro desenfrenado por quitar de sobre sí misma tanta culpa que la agobiaba; pero en lugar de eso, había cargado encima la de haberlo abandonado en medio de aquel embrollo y todas aquellas personas.

-Hemos llegado.

Abrió sus ojos cuando los caballos se detuvieron y frente a ella se erigía la casa del doctor. Era de dos plantas y tenía un precioso sendero enmarcado con narcisos y una bonita arboleda. Las ventanas eran tan antiguas como el pueblo y estaban pintadas de color blanco, resaltando en sus muros grisáceos.

Tomó la mano del amable hombre y éste le extendió su bolso de mano.

-Le suplico que aguarde un momento. No traigo dinero conmigo para pagar por sus servicios. Tomó el bolso y abrió la reja que separaba aquel jardín, del camino. Cuando terminó de recorrer el sendero y se detuvo junto a la puerta, un hombre delgado y bastante anciano, abrió su puerta y le sonrió apenas.

-No olvide, señor Barristan, tomar el té que le entregué.

-Claro, doctor. Muchas gracias.

Hendricks sonrió al encontrar el rostro de Dana en su sala.

-Dana... Qué grata sorpresa... -Se acercó rápidamente y tomó su mano dejando sobre ella un tierno beso. Apenas sonrió.




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