Junto a Ti

Capítulo 44

Miraba con detenimiento la tenue luz, grisácea y apagada que se escurría entre las nubes y atravesaba su ventana terminando su recorrido en la madera caoba de su escritorio. Su cabeza descansaba en el respaldar del distinguido sillón y su corazón angustiado continuaba comprimido al igual que su puño. Era el sentimiento de impotencia y desasosiego que se había apoderado de sí mismo, el que lo mantenía en aquel estado calamitoso. Su cabello estaba revuelto y su camisa desprendida mientras su dedo rodeaba una y otra vez el borde de su copa.

Frank lo observaba apoyado en la chimenea, llevaba algo comprimiendo su pecho y la culpa sobre sus espaldas, hundiendo sus hombros y sintiéndose el peor de los hombres y el más desgraciado de los amigos. Las horas habían pasado tan lentamente que el reloj parecía detenido. No había noticia de Dana ni Hendricks, y Rutland había dejado atrás aquella imagen de hombre poderoso, majestuoso y seguro de sí mismo, para encontrar en aquel momento frente a él sólo requechos de quien había sido. Carraspeó nervioso y se paró a sus espaldas, como si contemplara un paisaje espléndido y bonito, cuando en realidad solo se extendían frente a él las paredes grisáceas de las construcciones londinenses bajo el manto fúnebre de una tarde que ya se extinguía.

Cerró sus ojos tomando valor y de sus labios se escaparon las palabras casi agudas y como un susurro.

—Rutland…  hay algo que debo decirte…

Gabriel apenas asintió con un sonido mientras se ponía de pie y se acercaba a la mesa de los tragos.

—Me sienghto impotenghte aquí encerrado, sin saghber naghda y solo conghfiando en las palaghbras de un oghficial que ni siquiegha ha venighdo por aghquí a dar cuenghta de la investighacion.  —Frank lo oyó notando que sus pensamientos distaban de sus intenciones por develar semejante secreto. Su interior deseó callar mientras la culpa lo hundía más aún.

—Necesitamos hablar. —repitió.

—¿Qué quierghes? Por aghmor a Dios, haghbla de ungha vez…  ¡Das vuelghtas y vuelghtas y no dices naghda! —Fueron sus palabras a viva voz o quizás su tono de regaño, pero mientras aún hablaba, Frank levantó el tono de voz y espetó


—¿Qué quierghes? Por aghmor a Dios, haghbla de ungha vez…  ¡Das vuelghtas y vuelghtas y no dices naghda! —Fueron sus palabras a viva voz o quizás su tono de regaño, pero mientras aún hablaba, Frank levantó el tono de voz y espetó.

—¡Tuve algo con Keira! —Gabriel calló lo que pronunciaba y mientras tomaba conciencia de aquellas palabras, su respiración se aceleró y tomó a Frank por la camisa.

—¡¿Qué?! —pronunció indignado. —¿Has sighdo capaz de ser taghn cighnico? ¿Entienghdes lo que me estaghs diciendghdo? ¡¿Coghmo has poghdido callarghlo?!

—Yo…

—¡Ereghs un miseraghble! —Levantó su puño cerrado y lo golpeó haciendo que cayera hacia atrás sobre la pequeña mesa que sostenía adornos de cerámica. El ruido estridente de los mismos al caer, sumado a los trozos rotos que se desparramaron por doquier no apaciguaron sus ánimos ya caldeados por toda la situación. Se abalanzó sobre él y propinó golpe tras golpe hasta que Caldwell en un instinto de supervivencia mezclado a la adrenalina que lo recorría, se trenzó en aquella lucha encarnizada y ambos comenzaron a sangrar por la nariz y la mano comenzaba a  doler terriblemente.

Semejante escándalo no pasó desapercibido por los empleados de la casa y el mismo Nigel que se debatía en la disyuntiva si era correcto entrometerse en el asunto. Finalmente llamó a la puerta con insistencia pero ninguno respondía, hasta que Keira descendió las escaleras y con el ceño apretado se aproximó. Al oír los golpes y los gritos, desesperada golpeó persistencia.

—Gabriel, abre la puerta por favor… ¿Qué está sucediendo?

Su voz los detuvo. Frank yacía en el suelo con sangre en su nariz y desparramada por su mejilla; Gabriel sobre él, con el puño levantado, enrojecido y un corte en su frente por el roce con la porcelana rota.

Sus pechos subían y bajaban rápidamente y el sudor ardiente recorría su frente.

—¿Es tughyo? —preguntó con sus ojos afilados y doloridos. Frank demoró un segundo y terminó asintiendo. El rostro de Gabriel se endureció aún más, sus líneas se marcaron como profundas grietas y la voz de Keira resonaba  una y otra vez. Se puso de pie y abrió la puerta encontrando frente a él su mirada ambarina y su rostro perfecto que lo contemplaban sorprendidos y expectantes.

—Gracias a Dios…  —Acotó al notar que había respondido a su llamado, pero su corte y la sangre, su camisa desarreglada y Frank en el suelo, la mantuvieron expectante. —¿Qué es lo que está sucediendo? Dios mío…  —fueron las últimas palabras que pronunció con aquella voz angelical, pues la mano de Gabriel la tomó por el antebrazo y la llevó con fuerza hacia la salida de la casa. Él mismo abrió la pesada puerta labrada y la soltó fuera, desoyendo sus súplicas y sus preguntas.

—Veghte y no te atreghvas a volghver. Eres la desghdicha más granghde y el peorgh error comeghtido en toghda mi vighda. Eres una perghdida y una malgha mughjer. —Dijo con firmeza y conteniendo el tono de su voz. Ella sollozaba aturdida —Y agraghdece que no dighvulgho lo que erghes por todo Longhdres, porque es mighnimo lo que mergheces. Veghte.

—Pero…  no debes creer nada…  —Sollozó.

—¡Veghte! —Terminó él y volvió dentro de la casa, cerrando a sus espaldas.

Keira tragó saliva y llevó la mano a su boca cubriendo sus labios que lamentaban desconsolados. La puerta volvió abrirse y la doncella salía expulsada cargando sus pertenencias a medio empacar. Se sintió miserable y desdichada, con un niño en su vientre y despreciada por su familia y por quien amaba. Maldijo por lo bajo y contuvo un grito ahogado en su garganta cuando el viento comenzó a soplar y las oscuridad, a caer.

Gabriel volvió a paso decidido hacia el escritorio y encontró a su amigo secando con su pañuelo la sangre que discurría por su nariz. La camisa estaba rota y manchada, su pantalón desordenado y su cabello revuelto. Se detuvo en silencio y ambos se contemplaron. Deseaba volver a golpearlo y también abrazarle. De alguna manera el maldito condenado aún conservaba algo de dignidad.

—Veghte ya. No vuelghvas, Caldwell. Olvighdate de mi y de mi caghsa, y si alghuna vez me crughzas en esta vighda, mira hacia oghtro lado, pues yo harghé lo mighsmo.

Sus palabras habían dolido más que cualquiera de sus golpes. Era su amigo, su compañero, una vida de travesuras y aventuras, de confidencias, bromas, risas y tantas cosas. Inspiró profundo y no dijo nada, no tenía excusa ni razón, lo entendía y en su lugar hubiera hecho lo mismo. Tomó su levita y abandonó la habitación. Sus pasos resonaron en el pasillo vacío y oscuro mientras Nigel, con pena y dolor lamentaba que aquella amistad hubiera llegado a su fin.




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