Permanecía sentado en el viejo sillón y el fuego crepitaba en la chimenea dando sus últimos y ahogados chirridos, pues ya se extinguía. Sus ojos estaban fijos en la curvatura de su cuello y en la manera en que recogía su cabello con aquel moño tan sencillo. Sonrió y su mirada se ablandó mientras expiraba el aire contenido y apoyaba sus manos en el apoya brazos.
—Eres muy hermosa, Dana. —Susurró embelesado y ella de espaldas a él terminaba de acomodar su cabello en silencio. —Siempre supe que eras la duquesa perfecta, desde aquel día en que vi tus manos tomando el pilón y moliendo aquellos granos de nuez moscada, la calidez con que hablabas a tu padre, tu sonrisa dulce, aquella mirada… —Dana se giró hacia él, asustada. Sus palabras la atemorizaron aún más y su respiración se agitó mientras lo observaba sonreír y dentro de sí misma unía pensamientos y verdades. — ¿Por qué esa cara de sorpresa? ¿Creíste que mi visita a Roths fue casualidad? —rio y movió su cabeza de lado a lado. —Me enamoré de ti desde el primer instante en que te vi. Estaba de viaje y ya conoces mi debilidad por las hierbas y los preparados. Pasé por la botica de tu padre y no sólo quedé encantado con su conocimiento y lo ameno de su conversación, sino he de confesarte que en aquel instante mientras veía tus ojos claros concentrados en la tarea, tu boca despreocupada resoplar el mechón de cabello que caía sobre tus ojos… Ah, ¡qué deleite! Aún lo recuerdo como si pudiera vivirlo una y otra vez. En ese instante supe que eras la indicada, mi duquesa inteligente y simple, dulce, simplemente perfecta. —Suspiró y se puso de pie mientras avanzaba lentamente hacia ella. Sus manos temblaban y su corazón estremecido por su perfecta y meticulosa locura, le pedía a gritos que huyera. Apoyó sus manos en sus hombros y le habló suave. —Él siempre me ha quitado lo mío pero no estaba dispuesto a que también lo hiciera contigo, y agradezco a Dios que no permití que te arrebatará de mi lado. Yo te había escogido, yo te busqué, yo te lleve a ese lugar, te cuidé. Eras mía, siempre lo fuiste… —Dana permanecía inmóvil, las palabras se habían borrado de su mente y ante su escrutinio constante sólo asintió. —Jamás creí que se atreviera a mirarte. Ese maldito sin corazón, avariento y sin empatía alguna, orgulloso y con el título grabado en su frente creyéndose merecedor de algo, nunca hubiera mirado a una mujer simple. He de afirmar que me sorprendió, o quizás tu lo provocaste… —sus ojos parecieron oscurecerse y los percibió tan helados que contuvo su respiración.
—Oh no… claro que no. Sólo quise ayudarle… nunca me dijiste de tus razones, nunca lo supe. —La observó inquisidor pero ante su mirada tierna y temerosa, su voz suave y cargada de plegarias implícitas, finalmente volvió a sonrió. La acercó bruscamente y besó sus labios. El olor del humo de la extinta hoguera le hizo llevar su mano a su nariz y fruncirla.
—Es mejor que nos vayamos. No debemos llegar tarde, sino con calma aguardar que sea el momento más seguro. —Ella solo se limitó a asentir.
Tomaron el bolso de viaje y se colocó la gruesa y rústica capa sobre su cabeza. Lo observó pagar la posada y subieron a la calesa de alquiler.
El camino parecía corto aunque en realidad era bastante largo. El frío y la escarcha caían sobre sus manos desnudas cuarteando su piel y paspándola. Las frotó observando su dedo vacío donde antes había estado su sortija de bodas y contuvo sus lágrimas. La había perdido, lo último que conservaba de él y había sido por completo en vano. Estaba camino a abandonar Londres, Inglaterra, el continente, para aventurarse con un loco de remate al que temía terriblemente. Sus ilusiones de rescate parecían evaporarse y ser consumida por la desdicha futura que se veía ardua e imposible de atravesar. No veía escapatoria ante los mástiles de las embarcaciones y el sonido del mar golpeando en el muelle. Sus esperanzas estaban en cero y su orgullo y valentía parecían lo único a qué aferrarse. Tragó saliva decidida a luchar contra todo si acaso así podía librarse de aquel destino de muerte en vida, incluso si en el intento la perdía por completo.
El frío atravesaba las endebles paredes del carruaje de alquiler produciendo un silbido estremecedor, su corazón palpitaba desenfrenado y sus manos se abrazaban a si mismo mientras su mirada acerada recorría cada rostro.
Tras él, las paredes gastadas de las construcciones azotadas por el viento y castigadas por la lluvia de los últimos días de otoño, que en aquel momento parecía convertirse en minúsculas escamas de nieve y se deslizaban sobre el aire crudo y helado.
Aguardaba hacía horas por un indicio de Dana o Hendricks, pero había sido en vano pues no daba con alguna señal de ellos. Sólo se veían sobre el mar embravecido grandes embarcaciones y algunas pequeñas meciéndose al compás de sus olas salvajes que no daban tregua a sus cascos y un hedor a pescado que lo mareaba. Los trabajadores envueltos en capas interminables de telas y abrigo, llevaban en sus brazos o arrastrando por las rampas el equipaje y los distintos cargamentos para exportación.