Juntos, ¡pero jamas revueltos!

Capítulo nueve: Límites

El primer día de clases de Micael fue un completo desastre. No me lo dijo abiertamente cuando fui a buscarlo, pero pude verlo en sus ojos.

Nunca me molestaron en el colegio, jamás lo permití. Sin embargo, mi prima Aurora siempre había sufrido de burlas por tener más peso que el resto de las niñas y tener dos papás. Ella nunca me lo demostró y siempre sonreía y me decía que todo estaba bien cuando yo sabía que no era así. Obviamente, me encargué del asunto. Hablé decentemente con las chicas y parecieron entenderlo, no les quedaba de otra pues gozaba de gran popularidad en la escuela. Con los chicos fue otro cuento, tuve que darles una arrastrada.

Lo que me hizo recordar esos hechos, fue que la mirada que en ese entonces tenía Aurora cuando le preguntaba si todo estaba bien, fue la que Micael le dio a su padre cuando le preguntó sobre su primer día de escuela, pues a mí ni siquiera se atrevió a decirme una sola palabra. Micael era un niño astuto e inteligente, sabía muy bien a quién mentirle y a quién no. Black —que estaba la mayoría del tiempo con la cabeza en sus eventos, clientes y decoraciones— era un perfecto blanco para sus mentiras. Yo, que estaba encargada estrictamente de cuidarlo y no era estúpida, no era un buen blanco. 

A pesar de que era un cretino, Black pareció mostrar indicios de inteligencia y asegurarse con la maestra si todo había ido bien, evidentemente, le dijo que sí. Las maestras no están todo el tiempo encima de un niño cuando tenía a tantos por cuidar y en ocasiones también hacen oídos sordos y vista gorda a lo que ocurre. Además, los niños cada vez son más astutos y crueles con sus burlas y saben el momento preciso para hacerlas sin ser descubiertos.

Por supuesto, no le comenté nada de esto a Black. Apenas y habíamos salido de una discusión donde me dejó en claro que no me inmiscuyera en su vida y no quería seguir demostrando más preocupación de la cuenta por Micael cuando no me correspondía. 
 
Me encargué de llevar a Micael a la escuela. Pude confirmar mis sospechas al ver el recelo con el que miró en la entrada.

—¿Problemas en la cárcel con pupitres? —inquirí divertida.

Micael resopló y negó, gruñón. 

—¿Tú qué crees?

—El primer día siempre es así. Se están conociendo entre sí, haciendo sus grupitos apartados, ya sabes, los que le gustan los videojuegos por aquí, los que les gustan los dinosaurios por allá…

—No me gustan los videojuegos y tampoco los dinosaurios.

—Habrá más grupos, siempre los hay. Tienes que ser paciente y cordial —sonreí en contra de toda mi voluntad al ver a Alisha detenerse en la entrada con su hijo.

 No me pasó desapercibido la miradita que su hijo le dio a Micael para luego susurrarle a la desgraciada de su madre. Ella nos miró, pero agachó la mirada al ver mis ojos entrecerrados con disgusto. 

—¿De la forma en que tú eres cordial con la señora Wilson? 

Agaché la mirada hacia él solo para ver su sonrisa divertida e incrédula. Alcé mi mentón y fingí indiferencia.

—Hay una gran diferencia. 

—¿Cuál podría ser la diferencia? ¿Recuerdas lo que dijo de mí? Pues su hijo…—calló y suspiró—. Olvídalo.

—Espera, espera, espera —lo jalé del bolso y volví a ponerlo frente a mí. Posé mis manos en mis rodillas para estar a su altura y lo miré, seria—. ¿Su hijo qué?

—No es nada. Ya me voy. Llegaré tarde —dijo cortante y se marchó.

Me incorporé y lo vi ingresar, preocupada. 

—¡Señorita Herrero!

Saqué mi teléfono fingiendo que alguien me llamaba cuando oí la voz chillona de Alisha. Le di la espalda y corrí para cruzar la calle. El semáforo jugó en mi contra y se puso en rojo.

Desgraciado semáforo. 

Escuché sus tacones en el pavimento cada vez más cerca. Suspiré. No tenía la energía para lidiar con ella ese día.

—Sí, sí. En unos segundos estoy allí. No me presiones. Odio a la gente intensa. No saben cuándo dejar de ser un grano en medio de las nalgas —exclamé en la bocina del teléfono. El sonido de sus tacones se detuvo. La miré de soslayo, luciendo ofendida. Sonreí, victoriosa—. Si el saco te queda, querida…

El semáforo se puso en verde y crucé con toda la elegancia posible. Vaya espectáculo que le di a los autos. A menos que asistieran a las fashions weeks, jamás verían una caminata así en su vida. Batí mi cabello y continué caminando. 

«¿Recuerdas lo que dijo de mí? Pues su hijo…»

Mis pasos se ralentizaron al recordar las palabras de Micael.

¿Qué le había dicho ese condenado niño?

Sacudí mi cabeza y volví a acelerar el paso. No podía perder tiempo. Justamente estaba esperando el momento en el que el demonio empezara sus clases para ir al local y hacerle todos los arreglos pertinentes mientras no estaba. 

«Pues su hijo…»

Giré sobre mis talones y volví de mis pasos. Negué efusivamente, enderecé mi espalda y volví a darme la vuelta. 

—No te preocupes por eso, Rouse. No es de tu incumbencia. Solo te importa el suelo. Piensa en el sueldo —me dije. Lo repetí una y otra vez hasta el cansancio. 

Me detuve en la parada del autobús y esperé, impaciente. De vez en cuando no podía evitar mirar el camino que daba a la escuela de Micael. 

«No cruce su límite, señorita Herrero».

Endurecí mi gesto y alcé el mentón. No tenía por qué meterme. Eso no era parte de mi trabajo. El sonido de unos bongós llamó mi atención. Me vi inevitablemente atraída a aquel ritmo que me encantaba y me hacía sentir un no sé qué. El ballet indudablemente había sido el género en el que me había destacado. Sin embargo, amaba todos los ritmos que podían entrar en las venas y generar esa imperiosa necesidad de bailar entre las melodías. 

No fue difícil encontrar el origen de la música. Un grupo de personas estaban rodeando a los músicos, pues el bongó fue poco a poco siendo acompañado con el resto de los instrumentos. Sonreí al ver a los artistas callejeros tocando con aquella alegría y sazón que tanto me encantaba. Cuando pude notarlo, ya estaba moviendo mis hombros y mi cabeza al ritmo de la música y de la coreografía que ellos estaban haciendo. Su baile y su alegría era demasiado contagiosa.




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