Juntos, ¡pero jamas revueltos!

Capítulo trece (parte dos): ..., y promesas rotas

No había soledad más dolorosa, que aquella que llegaba acompañada de personas. Mientras te rodearan y tu mente se hallase en la ilusión de que no había nada que afligiera tu corazón, todo marchaba en orden. Sin embargo, cuando te das cuenta de que el dolor seguía instalado en el pecho, la sensación de soledad era mucho más tortuosa. 

Sentía que estaba muriendo por dentro, pero que no podía contárselo a nadie. 

¿De qué serviría?

¿De qué serviría abrirme y decirles que me dolía?

¿Realmente quería su consuelo o solo quería desahogarme? 

¿Qué cambiaría si expresara todo lo que estaba consumiéndome por dentro? 

Solamente los refundiría en mi propia miseria.

Saqué el teléfono del bolsillo de la falda de mi vestido y busqué entre los contactos el número de Conor, un psicólogo deportivo que había sido estudiante de mi tío Gabriel. Me había atendido desde que desperté del accidente. Nunca me había abierto con él de la forma en que todos lo deseaban, en parte, porque siempre me sentí presionada para que lo hiciera. Desde que tenía uso de razón, había aprendido a lidiar sola con las dificultades. No deseaba hacerlos sentir culpables o agobiarlos con mis problemas. Tener que recurrir a alguien, terminaría acabando con lo que quedaba de mí. No obstante, retenerlo todo, también estaba acabando conmigo. 

Estaba desesperada, no quería quedarme sola con mi propio dolor.

—Hola, Rouse, ¿está todo bien? —inquirió una vez que contestó.

 Negué, apenas pudiendo reprimir mis sollozos.

—No…

—¿Qué ocurrió? Gabriel me comentó que su hija se casaba hoy, ¿cómo te sientes?

—Estoy muy feliz por Aurora, pero…, siento que todo el mundo está avanzando mientras yo me quedo estancada. No quiero agobiarlos diciéndoles cómo me siento. No quiero que se estanquen conmigo…—lloré. Presioné con fuerza el celular y cerré mis ojos—. Tengo miedo de no poder volver a bailar. Todo el mundo lo hace. Tengo miedo de quedarme para siempre en silla de ruedas y ser una carga. Tengo miedo de hacerlos miserables a todos….

Lloré, dejando que todas esas sensaciones tortuosas fluyeran. Conor no colgó y tampoco habló. Me escuchó llorar, en silencio. 

—Es normal que te sientas así. No eres egoísta. Sé que estás feliz por tu prima, Rouse. No tienes que convencerme de ello, pero debes ser sincero conmigo. No pienses que tu deseo es mezquino. Tu vida cambió radicalmente y estás esforzándote porque eso no se note, pero reprimir lo que sientes y minimizarlo no te ayudará a superarlo. 

—¿Qué…, debería hacer?

—Cuando estamos felices, siempre procuramos que otras personas lo sepan. Le demostramos lo alegres y vivaces que estamos sin temor alguno. Eso no ocurre cuando estamos tristes. Tendemos a ocultar nuestra tristeza como si fuese una abominación que no merece que el resto del mundo vea.

—La felicidad trae felicidad —aspiré aire por la boca, intentando calmar mis sollozos—. La tristeza solo trae tristeza. No creo que nadie que ame a los que les rodea desee que estén tristes.

—La tristeza trae consuelo…, unión. No la satanices. Todo el mundo se entristece. Ninguna emoción es negativa. Está allí por alguna razón. ¿Sabes lo que ocurre cuando tienes ganas de llorar y no lo haces? Tu rostro se hincha, como si tuvieses una reacción alérgica, ¿no te ha pasado? —asentí. No fue capaz de verme, pero continuó—. En cambio, cuando tienes ganas de llorar y lo haces de inmediato, es cuestión de minutos para que tu rostro vuelva a la normalidad. Incluso nuestro cuerpo nos dice que retener las cosas no nos hace ningún bien. Como atleta, siempre has escuchado lo que tu cuerpo te pide y lo que te limita. Ahora, también escucha a tu mente y tus emociones. No te desconectes de ellas… ¿Qué es lo que deseas justo ahora? 

Me abracé a mí misma. Lloré, temblorosa.

—Quiero caminar…

—Entiendo… Tu recuperación es un proceso lento, pero estás mejorando, Rouse. Eres dedicada y disciplinada. Tengo la certeza de que pronto podrás caminar y sé que en el fondo tú también la tienes. Sin embargo, ¿realmente eso es lo que quieres ahora?

—No…—musité—. Quiero que alguien me abrace y que me diga…, que todo va a mejorar. Eso es lo que quiero justo ahora. Es lo que deseo y me enoja…, Me enoja añorar la compañía de alguien… Su compañía…

Black…

«Como quieras…»

—Rouse, recuerda que el silencio y la acción no son sinónimos. Ni siquiera yo, como psicólogo, puedo saber lo que realmente estás sintiendo si no me lo dices —aseveró—. Aunque nuestras emociones sean contradictorias, siempre resultará mejor ser sinceros con el resto y con nosotros mismos respecto a nuestros sentimientos. No eres una carga para las personas que amas. Si les pides espacio, ellos te lo darán. Si les pides que estén a tu lado, lo harán. No te alejes de ellas si no quieres. No dejes que el miedo y la incertidumbre nublen tu juicio y opaquen tus verdaderos deseos. Ninguno de ellos es buen consejero.

Sorbí mi nariz.

—Gracias, Conor.

—No es nada, Rouse. Siempre estaré para ti, no dudes nunca en llamarme.

Colgué. Coloqué el teléfono debajo de la almohada y cerré mis ojos. Me tensé al sentir unos brazos rodearme por encima de la sábana. Saqué mi cabeza a medias. Contuve la respiración al cruzarme con los ojos acuosos y azulados de Black. No se había marchado de la habitación, sólo había fingido que lo había hecho. Mis ojos volvieron a nublarse.

—Puede que no sea tu psicólogo, pero conozco a mi novia a la perfección. Sé cuando quiere estar sola…, y cuando no —sollocé. Volví a ocultar mi rostro dentro de la sábana, avergonzada. Black me abrazó y me atrajo hacia su pecho—. ¿Por qué no me dijiste que te sentías así, Rouse? —musitó, oyéndose herido—. ¿Por qué no te abres conmigo de la forma en que lo haces con él?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.