Juntos, ¡pero jamas revueltos!

Capítulo dieciocho (parte uno): Los recuerdos encerrados en la caja...

Cuando crees que las cosas están mejorando y finalmente logras encontrar un equilibrio, el mundo sacude todo a tu alrededor y vuelves a aferrarte al borde del risco.

Con el tiempo, he aprendido que nadie, jamás, estará a salvo del sufrimiento.  Al menos que muera. 

En cualquier momento, mientras estés saboreando la felicidad, podrá presentarse una adversidad y tendrás que estar mentalmente preparado para enfrentarla.

Fue lo que sucedió con nosotros.

Pero no estuvimos preparados.

Me aparté para contemplarla. Rouse me sonrió. La besé. Solamente quería hacerla sentir mejor después de la noticia que habíamos recibido. 

La recosté en la cama con cuidado, sin dejar de besarle. 

—¿Puedes apagar la luz? —inquirió de pronto, con los ojos cerrados.

La observé, sin comprender su petición. Abrió sus ojos lentamente.

—¿Por qué quieres apagar la luz?

—Has visto todo lo peor de mí… No quiero que sigas viéndolo cuando estemos así. Con la luz apagada podrás hacerle el amor a la antigua Rouse.

Sus palabras fueron dolorosas.

—Me gusta esta Rouse.

—No tanto como la anterior.

—Incluso más que la anterior —afirmé, enojado. Apartó la mirada. Colocó mis manos en su pecho y me hizo a un lado.

Se sentó en el tocador. No sé cómo podía pensar que ya no le gustaba cuando la sola imagen de ella sentada con su vestido floreado lo sacudía todo en mi interior.

Sujetó la caja musical que le había obsequiado y la abrió.

Dentro de ella, apareció la hermosa muñeca que me había recordado a ella. Bailaba apacible, ajena a la pesadumbre que se había instalado sobre nosotros.

—Me regalaste esta caja antes de la primera propuesta de matrimonio que me hiciste, ¿recuerdas? Después de la función del "cascanueces"… Dijiste que la habías comprado el día después que nos conocimos porque la viste en una estantería y te recordó a mí. «El destino siempre me ha guiado a ti». —Tocó las pequeñas manos de porcelana—. Pero esta bailarina ya no se parece a mí…

Mi pecho se hundió. Me aproximé y me puse de cuclillas frente a ella. Sujeté su mano y la caja musical. Acaricié sus nudillos con dedicación y mimo. Enredó mi mano con la suya, sin dirigirme la mirada. Besé su muslo y apartó las piernas al instante. La miré, aturdido.

—No quiero que las veas o las toques —dijo con dureza. No me miró. Sus manos estaban cruzadas, su mirada a un lado y su mentón alzado. Tomé un marcador del tocador y comencé a dibujar en su pierna—¡Black!

—No la estoy tocando. Es el marcador. —Dibujé ramas y unas que otras hojas sobre las cicatrices. Hice un sobreesfuerzo humano para contenerme y no actuar como un cavernícola. Amaba sus piernas—. Hubo un poeta que escribió «La rosa es sin porqué; florece porque florece, no se fija en sí misma, no le importa si la ven.» Se refería al hecho de que la rosa no tiene nada de valor, solo la que el hombre le otorga. Ella solo… es. Sin embargo, ante los ojos de muchos es tan magnífica, que no puedes evitar mirarla. Incluso cuando eres consciente de las dolorosas espinas que usa para protegerse, eres capaz de arriesgarte solo para olerla, admirarla o tocarla… —Sentí su mirada fija. No hice flores, solo pequeñas hojas y ramas, como si se estuviesen enredando poco a poco en mi muslo—. Rouse, siempre me ha resultado imposible no mirarte. Es como si mi corazón pudiese sentir que eres la persona que hace que se sienta vivo. Estas cicatrices… Para mí es como ver un rosal. No me importa si está lleno de espinas o enredaderas…, gracias a ellas puede vivir mi flor. Mi amada Rouse…

Alcé la mirada. Ella había bajado la suya para contemplarme. Sus ojos acuosos nublaron los míos.

—Es hermoso…

—Tanto como su lienzo.

Se inclinó. Sostuvo mi rostro y me besó hasta perder todo el aliento. Me abrazó. Respiré aliviado cuando lo hizo. Por un momento la sentí casi inalcanzable.

—Te amo demasiado… —sollozó, agrietando mi alma—. Lamento todo esto.

—No tienes nada que lamentar. Esto no es tu culpa. No cometiste un pecado capital para merecerte esto y tampoco es un castigo. Pudo sucederle a cualquiera, pero no cualquiera puede con esto. Eres fuerte y la 

persona más grandiosa que conozco, mi vida. No te culpes por esto, por favor.

Se alejó y me sonrió. Observó su pierna, maravillada. Sonreí.

—Quiero tatuármelo.

—¿Hablas en serio?

—Nunca antes habías pintado sobre mí. Quiero llevarlo conmigo siempre. No todos tienen la oportunidad de que un talentoso artista pinte sobre su cuerpo.

—Si me sigues halagando así, me veré en la obligación de satisfacerte.

Sonrió. Cada vez que lo hacía, mi pecho se llenaba de alivio y paz.

No habían sido momentos sencillos para ella. Comprendía que todos tenían problemas y que ninguno era de más importancia que el otro. Sin embargo, el cambio que Rouse tuvo en su vida no era algo a lo que cualquiera podía enfrentarse con la entereza con la que ella lo había hecho y lo seguía haciendo. Se esforzaba por mantener esa seguridad y confianza de antes, pero en el fondo, sabía que mi Rouse se marchitaba. Me desesperaba hacer todo lo que estuviera a mi alcance para evitar que sus pétalos cayeran y aun así ver cómo lo seguían haciendo. Cualquier pedido suyo era un hecho por cumplir para mí.

—Quiero un poco de ti en mí… 

Y la forma en que me lo pidió tampoco me dejó opciones. Sonreí.

—De acuerdo.

Fuimos al local de tatuajes donde me había hecho todos los que yo tenía. Red, el dueño y mi gran amigo, me ayudó a colocar mis diseños ya mejorados en la tinta guía. 

Agradecí que fuese Dana quien tatuara y no alguno de los hombres que trabajaban en el local. Los conocía a todos. Ninguno perdía la oportunidad de halagar a Rouse. 




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