Juntos, ¡pero jamas revueltos!

Capítulo dieciocho (parte dos): ...allí permanecerán

—Chicos, disculpen la tardanza, estaba—

Calló abruptamente al verme.

Tensé mi mandíbula. 

No podía ser cierto.

—¿Qué hace usted aquí?

—Jo-joven Donovan —balbuceó, pálida.

—¿Por qué razón está aquí con estos hombres para buscar las cosas de Rouse?

La mujer tartamudeó, sin decir algo coherente. Empuñé mis manos.

—Yo… No tenía idea de qué—

—¿Papá?

Micael sujetó mi antebrazo, luciendo preocupado. Suavicé mi gesto y me relajé. Respiré profundo. 

—Micael, ¿puedes seguir alimentando a Rosita Fresita?

Asintió, temeroso. Mi semblante no debía lucir como el más amable de todos. Cuando Micael se retiró, volví a encararla, sereno. 

Sentía desprecio cada vez que la veía. 

—No sé qué es lo que trama o por qué está aquí…

—Joven Donovan, yo—

—…, pero no va a poner un pie en mi casa —espeté—. Quiero que se vaya o llamaré a seguridad. —Cerré la puerta a medias y antes de cerrarla por completo le advertí—. No sé cómo supo que Rouse vive aquí, pero no intente volver acercarse a ella o llamaré a la policía.

Di un portazo.

Eché mi cabello hacia atrás. Tenía la respiración agitada. Le había hablado a Micael de controlar la ira y estuvo a punto de liberar la mía. 

Nuevamente.

¿Por qué esa mujer había ido a mi casa?

¿Cómo sabía de la mudanza de Rouse?

—Debo avisarle.

Saqué mi teléfono y marqué su contacto en el chat.

 

Rouse, Mariane…

 

Borré el mensaje.

 

Me dijeron que tuviste una convulsión…

 

Volví a borrar el mensaje y reescribí.

 

Señorita Herrero, la señora Ferguson estuvo aquí con unos hombres fingiendo ser una amiga que la ayudaría con la mudanza. Le aviso porque considero que es pertinente que tenga cuidado.

 

Lo envié y lancé el teléfono apenas vi las dos palomitas. Restregué mi rostro.

¿Qué había hecho?

—Lo correcto, Black. Lo correcto —me convencí.

No estaba preocupado por su bienestar por motivos personales. Era lo que cualquier buen ciudadano haría por otro.

Volví a dirigirme a la puerta y la cerré con seguro.

—Micael.

Lo escuché bajar por las escaleras. Se asomó desde la baranda.

—¿Los corriste?

—Sí.

—Entonces sí vas a pedirle a Rouse que vuelva —afirmó, entusiasmado.

—Ve a darte un baño y luego a dormir. Hablaremos de eso mañana. 

Resopló y volvió a subir los escalones, cabizbajo. 

No podía dejar de pensar en esa mujer.

¿Cómo había conseguido mi dirección?

¿Por qué estaba siguiendo a Rouse?

No pude trabajar durante el resto del día. La presencia de aquella mujer en mi departamento, fue un tormento constante. Ni siquiera noté el instante en el que me quedé dormido en el escritorio.

Sentí una sacudida. Abrí los ojos de golpe. Tapé mi boca para no gritar al ver a Micael mirándome fijamente, con los ojos abiertos de par en par e iluminados por la lámpara de forma terrorífica.

—Micael, ¿quieres matarme? ¿Qué sucede?

Alguien entró a la casa.

—¿Qué? —me levanté, me puse las pantuflas y los anteojos—. ¿Cómo que alguien entró a casa?

—Fui a beber agua y cuando estaba bajando las escaleras escuché a alguien en la sala. Pensé que era Rouse, pero después vi la sombra de un hombre. Está buscando entre los estantes.

Santo Dios… Para qué le pagamos a los vigilantes —refunfuñé, poniéndome de pie—. Micael, quédate aquí.

—Mejor te acompaño. No quiero quedarme solo.

Asentí. Me sujetó de la camisa. Avancé con cautela.

Miles de cosas me pasaron por la mente. Lo primero, fue el nombre de aquella mujer. Mariane.

 El pasillo estaba oscuro. Micael intentó subir el interruptor de la bombilla, pero si alguien había entrado al departamento, lo menos idóneo era encenderla.

—¿Te das cuenta? Si no hubieses despedido a Rouse, ella estaría aquí y le hubiese disparado en los testículos—susurró.

—Literalmente hablé contigo hace algunas horas sobre la violencia.

—¿Acaso quieres que nos maten en nombre de la paz? —cuestionó—.  Además, la violencia la hubiese ejercido ella, no yo… Oh… ¡Busquemos el arma de Rouse!

Shhhh. No buscaremos ningún arma. Es peligroso.

—El arma ni siquiera tiene balas, solo sirve para asustar. 

Sopesé la propuesta. Honestamente, dudaba mucho que esa arma no tuviera balas, pero no iba a poner en riesgo a Micael. 

Le hice un ademán para que no se despegara de mí y me siguiera hasta la habitación de Rouse. Pude ver al hombre hurgando entre los estantes. Ni siquiera nos notó. 

Rosita fresita nos observó con su habitual sonrisa una vez que entramos al cuarto. Busqué rápidamente entre los cajones. No tardé en encontrar el arma y la sujeté. Sin embargo, un objeto en particular atrajo toda mi atención. 

—Papá, el señor está tomando unos de tus cuadros.

—¡¿Qué diablos…?! —me dirigí a la puerta, olvidándome por completo de lo que había visto.

Nos asomamos por el marco de la puerta, desde ahí podía verse la sala. Me tensé al ver la silueta, hurgando por la estantería y sacando mis pinturas…

¡Mis pinturas!

—¡No te muevas! 

Le apunté con el arma, tembloroso. El ladrón alzó los brazos, espantado, pero no soltó el cuadro. Era una pintura significativa. Mi madre la había pintado para mí.

El hombre en cuestión pasaba los sesenta años. Cuando vio el arma, abrió su boca, indignado.

—No puedo creerlo, ¿me estás amenazando con una pistola rosada?

—¡No se mueva o le disparo!

—¿De dónde sacaste esa pistola, zopenco? ¿De un cereal de Barbies?

—¡Le dije que no se mueva o si no…! —mi dedo presionó levemente el gatillo. El disparo detonó. Todos soltamos un grito despavorido.

—¡Dios, sí tenía balas! ¡SI TENÍA BALAS! —gritó Micael, espantado.




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