Juntos, ¡pero jamas revueltos!

Capítulo diecinueve (parte dos):

Aquel destello en la mirada de Alika, me alertó. Algo había cambiado entre nosotras.

 Descarté que se tratase del hecho de que Orlando y yo fuésemos cercanos. Ella se lo había tomado muy bien el día de la boda. Lo más probable y seguro, era que su condenado esposo le hubiese hablado «maravillas» de mí. 

No era de las personas que saludaban como si nada. Era uno de mis mayores defectos; no ser política. 

Me acerqué. Le sonreí a ella y a los compañeros de trabajo que estaban a su lado.

—Hola.

—¡Hola!, ¿tú eres la nueva traductora? —inquirió una de las mujeres.

—Provisionalmente. Vine a ayudar al señor Orlando.

—¡Oh! Usted era la acompañante del señor Orando en la boda de Ali, ¿cierto? 

—Sí.

—¡Así que usted y Ali son cercanas! —exclamó la chica, dándole un leve codazo a Alika en la costilla—. ¡Ali, te tenías bien guardadito que eras amiga de la novia del jefe! 

Alika balbuceó.

—N-no, yo…

—Alika y yo nos conocimos porque trabajaba para el organizador de su boda. Y Orlando y yo no somos novios. Las amistades también pueden darse entre hombres y mujeres.

—Lo siento, asumí que por ser su acompañante en la boda…

—El pobre no quería ir solo porque quería darles una buena imagen a sus empleados. Creía que si iba solo iban a pensar que no estaría lo suficientemente entretenido y los vería con ojo crítico. En cambio, si iba acompañado, ustedes estarían más relajados. Puede que no lo parezca, pero siempre está pensando en sus comodidades.

—¡Awww! —exclamaron todas al unísono.

—¡Tan lindo mi jefecito! —manifestó la chica, llorosa.

—. Muy, muy, muy en el fondo. Si escarbas bien y buscas muy adentro, verás un corazón. Uno blindado que tienes que soldar un poco para ablandar, pero un corazón al fin —comenté, haciéndolas reír. 

—Bueno, nosotras tenemos que irnos. Ha sido un placer conocerte, Rouse. Alika, ¿vamos?

—Sí, voy en un minuto. 

—De acuerdo. 

Alika me miró avergonzada una vez que nos quedamos solas. Enarqué una ceja, incrédula.

—Rouse…

—Entiendo, tranquila. Ahora estás casada y los bandos que tome tu esposo, son los bandos que tú también debes tomar. 

—Sería inmaduro de mi parte juzgarte por algo que, en primera, no me hiciste a mí y en segunda, que tampoco presencié. Tampoco estoy en condiciones de juzgarte. Eres una excelente persona, de eso no me cabe duda. Y bueno, siempre hay dos caras en la moneda.

—Sin embargo…

—Black es como un hermano para Milton. Sufren el doble cuando ven al otro sufrir. Admito que me agradas, pero también me siento un poco incómoda.

—Alika, está bien. No estás en la obligación de tratarme o ser mi amiga. Si mi ayuda hubiese dependido de mis intenciones, créeme que te hubiese dejado tirada en el local solo por ser la prometida de Milton —aseveré. Sonrió—. Pero no te ayudé o te dejé de ayudar por algún beneficio. Lo hice porque no soporto ver a mujeres llorando por hombres. 

Ella se carcajeó y asintió.

—Comprendo y te lo agradezco. 

—No lo hagas. Solo te maquillé y arreglé tus flores. Es lo que cualquier mujer debería hacer por otra. Nos vemos.

Le di la espalda y caminé hacia el viñedo, sintiendo mi corazón latir con fuerza. Era consciente de las cosas que Milton le había dicho de mí. No me importaba la concepción que las personas podían tener de mí porque casi siempre eran malas. Sin embargo, ver cómo la mirada de Alika había cambiado tanto, me afectó un poco, para mi sorpresa. Quizá porque había sentido con Alika ese clip amistoso instantáneo que era difícil de conseguir. Sobre todo cuando se trataba de alguien con una personalidad como la mía.

—Rouse.

Giré sobre mis talones al escucharla. 

—Podemos…, ir a un café un día de estos. El martes, si quieres que sea más específica —dijo, sonriendo nerviosa.

Sonreí.

—Me parece bien.

 

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Durante el camino de vuelta, no pude evitar pensar en todo un poco. El evento salió bien. Afortunadamente, no tuve ningún ataque de epilepsia y los invitados se mostraron satisfechos con mi traducción.

—Todos quedaron encantados con tu francés.

—De nada. Ah, y también mejoré tu imagen frente a tus empleados. De nada. 

—¿Qué les dijiste?

—Que siempre te preocupabas por su comodidad.

—Eso no es mentira.

—Lo sé, ¿acaso crees que defendería lo indefendible?

—Veo que te acoplaste muy bien al trabajo.

—Sí. Y estoy aliviada por no haberte arruinado el evento con un ataque convulsivo. 

—No lo hubieras arruinado. Son cosas que no están en nuestras manos, pero que sí pueden controlarse —manifestó—. Hemos llegado. 

Miré el edificio con algo de recelo. Hacía mucho que no iba a un hospital. Respiré profundo y encaré a Orlando. Pensé que me daría una de sus habituales sonrisas. Me sorprendí al ver su rostro sombrío.

—¿Orlando?

Sacudió su cabeza, recomponiéndose. Me sonrió a boca cerrada.

—Me gustaría acompañarte, pero no soy admirador de los hospitales.

—¿Miedo a las agujas?

—Miedo a las agujas —afirmó. Sabía que había otra razón oculta, pero no quise ser impertinente.

—Descuida. Más bien, te agradezco por haberme traído hasta aquí. 

—Espero que todo salga bien.

—Yo también. —Bajé del auto. 

—Por cierto, en cuanto al trabajo, ¿quieres seguir traduciendo para mí? Este mes la agenda está repleta de eventos y necesitaré mucha ayuda.

—Puedes contar conmigo. 

—Gracias.

Asentí. Cerré la puerta del auto y subí los escalones que daban a la entrada del hospital. Pregunté en recepción por el consultorio del doctor Chang. Cuarto piso a la derecha, consultorio veintitrés. Tomé el ascensor. Tamborileé los dedos en mis piernas, nerviosa. Sabía que esa consulta sería el comienzo de días de exámenes y tratamientos. Mientras subía al cuarto piso, encendí mi teléfono. Lo había apagado para no tener que lidiar con los mensajes incesantes de mi familia. No podía postergar las respuestas aún más o se preocuparían. Fruncí el ceño al ver un mensaje de Black. Mi pulso se aceleró.




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