Juntos, ¡pero jamas revueltos!

Capítulo veintiúno: El club de los desadaptados sociales

No estaba pasando por el mejor momento de mi vida, tampoco era el peor y sabía que al día siguiente las cosas mejorarían o se mantendrían igual de serenas. Estaba en ese punto de transición en el que todo estaba marchado y no se estancaba. Las cosas me estaban saliendo tan bien, que sentí miedo, pues no estaba acostumbrada a vivir más de tres días sin tener una dificultad.

Era extraño, porque no podía disfrutar plenamente de la estabilidad temporal que estaba experimentando. Sentía que en cualquier momento el camino por el que andaba serenamente y volvería a caer en un profundo precipicio.

Toqué la puerta tres veces. Micael fue quien abrió. Creí que me recibiría con una enorme sonrisa. No fue así. 

—Llegaste a tiempo para el desayuno —murmuró fastidiado, haciéndose a un lado para que yo pudiera pasar.

—Vaya, ¿tan temprano y de mal humor? 

—Ya verás por qué —refunfuñó. 

No tardé demasiado en averiguar la razón de su mal humor. Apenas ingresé en la sala, pude ver a las nalgas meadas y a Cindy sentados en la isla de la cocina. Todos tenían la misma cara de fastidio que Micael. Los únicos que parecían radiantes y risueños, eran Black, quien tenía su habitual delantal de Marilyn Monroe y estaba sirviendo los desayunos, y Cindy, que parecía disfrutar de la cocina de Black. No la culpé.

—¡Señorita Rouse, buenos días! 

No entendía qué estaba ocurriendo, pero la actitud risueña de Black me puso en alerta. 

—¿Por qué Cindy y estos pequeños desadaptados sociales están aquí? —inquirí, aniquilando a las malas conductas con la mirada. Al pequeño bravucón de Ryan lo miré con más intensidad. Estuvieron a pocos centímetros de meter sus caras en los platos del desayuno.

—Bueno, usted está de vuelta y esta vez, realmente va a darle lecciones de ballet a Micael y pensé que, el mejor castigo para estos chicos es que tengan que lidiar con su mayor miedo todos los días. Y su mayor miedo es usted —expuso, sonriente. Enarqué una ceja—. Hablé con sus padres, a unos les dio igual, otros estuvieron de acuerdo, unos aceptaron con tal y su hijo no estuviese en su casa o en la calle y otro aceptó porque volví a amenazarlo con una demanda —dijo. Supe que el último padre era el del huele flatulencias de Ryan—. En resumen, todos dieron el visto bueno; les enseñará ballet. Y para asegurarme que realmente practicarán ballet y no otra cosa que promueva la violencia, Cindy los vigilará y también grabará cada clase —señaló a Cindy. La niña sacudió su mano y me sonrió, dulce. 

Me crucé de brazos, imperturbable.

Era una locura.

Tenía suficiente con ser la escolta de un niño.

¿Pero seis?

No era una guardería. Era una mujer con deudas que pagar.

—¿Me está diciendo que tendré que lidiar con el castigo que le compete a los padres y soportar a estos niños y no recibir ni un centavo?

—¡A eso me refiero! —exclamó Micael. Parecía haber estado conteniéndose durante toda la mañana.

—Sí, arme una rebelión, señorita Rouse. ¡No tiene por qué soportar esta explotación laboral! —manifestó Julius. Todos le apoyaron, menos Cindy. Ella seguía disfrutando su desayuno. Me di cuenta de que tenía sus auriculares activados. Solo nos estaba ignorando voluntariamente.

Me agradaba esa niña.

Black suspiró. Se quitó el delantal y me señaló.

—Su sueldo subirá un poco más —aclaró. Enarqué una ceja, dando a entender que no era suficiente. Resopló—. Le daré cena del Saster grill, todos los días. Carnes de término tres cuartos y, los fines de semana, parrilla.

—¿Con qué tipo de chorizo?

—Argentino… Colombiano también.

—Bueno, ya que insiste, señor Donovan. Jamás podría rechazar la oferta de darle mejores futuros ciudadanos a este país —dije, abriendo mis brazos hacia todos. Al mismo tiempo, soltaron un grito de lamento.

Los chiquillos negaron, devastados. Micael nos miró, decepcionado.

—Me dan asco.

—Nosotros también te queremos, hijo.

—Da igual —comentó Ryan, despreocupado—. Es solo ballet. No es la gran cosa.

 

🌵🌵🌵

 

El huele orines de Ryan cayó sobre el pasto como una palmera de coco. Los chicos, que aún continuaban corriendo alrededor del estadio, ralentizaron la marcha para verlo desvanecerse.

Alcé mi silbato y pité. Reanudaron el trote de inmediato.

—¡Continúen corriendo que aquí no ha pasado nada! —grité. Aceleraron, despavoridos. Cindy iba detrás de ellos, corriendo como si recogiera flores en un campo silvestre y grabándolos con la cámara que Rebeca le había comprado en su cumpleaños. 

Caminé lentamente por el pasto, sin perder de vista a Ryan. El chiquillo se había puesto boca arriba, con los labios separados. Parecía un pez fuera del agua. Me quité mis lentes de sol y coloqué las manos en mi cintura.

»¿Qué crees que haces? —espeté.

—Yo…. No puedo más… —las últimas palabras salieron empujadas con el poco aliento que le había quedado.

—Y eso que solo es la «poca cosa», niño —dije, grave—. Levántate ya, ve a las gradas, toma un poco de agua con panela y sigue a tus compañeros.

Se incorporó, con el rostro rojo y enojado. Incliné mi cabeza, suspicaz.

—¿O si no qué?

—Oh, veo que aún te quedan fuerzas para ser un mini cretino.

—¡No me llames de esa forma! 

Me puse de cuclillas y me incliné hacia él, indiferente. Ryan retrocedió, temeroso.

—Esto no es salvando al soldado Ryan, niño.—Me puse de pie—. Por mí, puedes irte. Mientras menos bebés tenga que cuidar, mejor.

—¡Bien!

 Se alejó, molesto.

—¡Y no creas que ellos te seguirán! —le grité. Se detuvo—. Aún no eres lo suficientemente importante para ellos. Además, te burlaste de Micael y lastimaste a Cindy. A ellos no les importará si te vas o no. A tus padres tampoco. Nunca le ha importado las cosas que hagas, de hecho. A menos claro, que lo que hagas afecte directamente su reputación de buenos padres.




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