Juntos, ¡pero jamas revueltos!

Capítulo veintidós: Cindy, la niña que escuchaba los latidos de su corazón

 

—¿Será demasiado tarde para entregarme al servicio de inteligencia?

Los muchachos hicieron uso de toda su voluntad para no carcajearse. Les había dicho que, si lo hacían, los haría correr por el estadio hasta que se desmayaran.

Manuel (así se llamaba mi nuevo estudiante de ballet), metió la mano en su trasero y se acomodó el leotardo, sin dejar de refunfuñar.

—Primera posición. No sujeten la baranda, simplemente apóyense de ella.

Los chicos obedecieron, de mala gana. Una semana, y aún seguían detestando el ballet, pero en su mayoría tenían una técnica aceptable. Micael era quien peor técnica tenía, pero sabía que lo hacía a propósito. Incluso esforzándose para tener la peor técnica, era quien mejor la tenía, sin mencionar su porte. Era por sus años de experiencia. Estaba segura de que, cuando uno de los chicos comenzara a resaltar, él podría reaccionar de dos maneras; tomarse en serio las cosas o enojarse y no hacer nada. 

Cindy los grababa, siempre sonriente. Durante esos días, había notado que, por más que le hubiese animado a participar con los chicos, ella se negaba. Creí que se debía a que se sentía comprometida a grabar, así que hablé con Black al respecto.

«Considero que deberías tener esta conversación con Rebeca».

Supuse que las razones detrás de las negativas, eran mucho más profundas de lo que imaginé. 

Ese mismo día, invité a Rebeca a un café mientras que los chicos fueron a la casa de playa con Black. Los haría trotar en la playa antes de mi clase de ballet, alegando que los entrenamientos físicos no siempre tenían que ser una tortura. Le recordé que lo que hacían era un castigo, pero solo me dio evasivas incomprensibles y se marchó lleno de flotadores de flamencos, donas y cocodrilos.

Era un blando penoso.

 La morena parecía nerviosa, quizá pensaba que le preguntaría acerca de su extraña actitud en el evento de vinos. Sonreí, divertida.

—No te preguntaré sobre tu huida ese día.

Expulsó todo el aire que había contenido, aliviada.

—Te lo agradezco. No sé mentir muy bien y aún no estoy lista para contártelo.

—Está bien. No estás en la obligación de hacerlo —le aseguré. Me sonrió, agradecida—. Quise tomar un café contigo por dos cosas; quiero que te tomes un descanso y quiero hablar sobre Cindy.

—¿Qué ocurre con ella? ¿Se ha portado mal?

—¿Cindy? Para nada. Creo que sería la única que podría soportar un verdadero entrenamiento militar de mi parte —afirmé. Rebeca sonrió.

—Opino que no verías a nadie más feliz haciendo lagartijas que a ella —bromeó. Ambas nos carcajeamos de solo imaginarlo—. Tiene mucha energía.

—Por esa razón, me extraña que no desee bailar ballet. Se veía muy entusiasmada cuando Black le dio el tutú.

Su rostro se descompuso. Agachó la mirada, removiendo su café.

Había tocado un tema delicado.

 

 

Los muchachos y el anciano se tiraron al suelo, devastados. Cuando sus espaldas quemadas dieron con el suelo, soltaron un quejido lastimero.

—Voy a morir… —susurró Luigi con dramatismo. Era el tercero en la línea de los chicos.

—Estoy segura de que no dijeron eso mientras jugaban fútbol de playa —manifesté con frialdad—. La próxima vez, piénsenlo dos veces antes de aceptar una invitación a divertirse el mismo día de una clase u entrenamiento —expuse. Black se recostó en el marco de la puerta del estudio y señaló su reloj. Resoplar—. Pueden irse.

Sus energías parecieron recargarse. Incluso el anciano se puso de pie de un salto y corrió hacia la puerta. Black se encargaba de dejar a cada uno en las puertas de su casa, incluido al vecino sin dientes y ladronzuelo. Micael se ofreció a acompañarlo, huyendo de su deber de limpiar el estudio. Me las cobraría después. Cindy los miró huir, despavoridos. Se carcajeó. 

—Cindy. —Me miró, risueña—. Iré a buscar lo que necesito para limpiar el estudio. Esos condenados se fueron sin hacerlo, pero ya me las pagarán pasado mañana —dije, haciéndola reír—. Espera aquí. Tu madre no tarda en llegar. Dejaré la música puesta, ¿de acuerdo? —Asintió, sin dejar de sonreír.

Salí del estudio y bajé los escalones para buscar lo necesario para limpiar el espacio. Me tardé más de lo habitual, a propósito. Cuando subí las escaleras, lo hice en silencio, sin que un solo paso fuese audible. Me acerqué de puntillas hacia el estudio y asomé la mitad de mi cara.

Cindy deslizaba sus pies sobre la madera, de un lado a otro. Daba saltitos y sonreía. Parecía juguetear y divertirse. De pronto, miró la baranda. Su sonrisa titubeó. Giró su rostro hacia la puerta y me oculté de inmediato. Esperé unos segundos antes de volver a asomarme. Cuando lo hice, ella ya se encontraba con las manos en la baranda, ejecutando las posiciones, casi tan impecable como sabía que Micael podía hacerlo.

Sin duda, esa niña siempre sería el impulso competitivo que él necesitaba. 

«Cindy amaba bailar ballet. Tenía cientos de tutús y se los ponía para ir a todos lados, pero ver los labios de tantas personas escuchando que era imposible… Recibir tantas negativas y miradas de pesar… Lo soportó por mucho tiempo. Logré que entrara en una academia, pero era complicado. Ella se dejaba llevar, es muy apasionada —sonrió, con los ojos nublados—. Unas niñas le dijeron que jamás podría bailar porque era sorda y que una buena bailarina tenía que escuchar la música. Me enojé y hablé con su profesora. Pero ella pensaba lo mismo. Casi todos lo hacían…»

Eran en ocasiones como esas, en las que detestaba al mundo con todo mi ser. 

¿Quién era capaz de extinguir las ilusiones de una niña?

Sobre todo, ¿quién podía detener a alguien cuyo talento y pasión eran evidentes?

Sabía la respuesta; eran las mismas personas que no podrían reconocer la grandeza ni aunque la tuviesen de frente, precisamente porque estaban muchos escalones por debajo de ella.




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