Juntos, ¡pero jamas revueltos!

Capítulo 28: «QRASP»

Tenía una escala de términos para las cosas improbables que podrían ocurrir en la vida. 

Increíble.

Imposible.

Utópico.

Milagro.

QRASP.

Por ejemplo, cuando Milton me dijo que quería subir diez kilos antes de la boda, yo le dije que eso sería increíble, pero cuando me dijo que quería subir diez kilos de «músculo» le dije que eso era «QRASP».

Por supuesto, cuando las personas me preguntaban «¿Qué quieres decir con “eso es un QRAS?», yo respondía que las siglas significaban «Que una rosa abra sus pétalos». Ellos quedaban igual de confundidos, pues las rosas siempre abrían sus pétalos. Así que, para evitar preguntas, optaba por hacer de oídos sordos y desviar el tema. Era una referencia que usaba demasiado —para cosas que jamás, ni en las más remotas e infinitas de las posibilidades, iba a ocurrir— y de la que solo yo conocía su significado. 

Que Rouse Soltara su Actitud Pertinaz.

Es decir, que aquello ocurriría cuando Rouse dejara de ser una cabezota.

Dicho de otro modo; nunca, jamás, pasaría.

Por Dios, ¡El término estaba por encima de utópico!

Era más probable que todo el mundo ganara la lotería al mismo tiempo que Rouse Herrero doblara su carácter.

 Era indómita, salvaje, fiel creyente de sus propias ideologías y enemiga declarada de quien osaba llevarle la contraria. 

Y era tan orgullosa que ni siquiera se atrevía a admitirlo. Era el tipo de persona que podía irse caminando más de diez kilómetros si le negaban darle el aventón una vez y no te volvería a pedir que la llevaras nunca más, aunque la encontraras en la carretera en medio de una lluvia torrencial. Sí, ya me había pasado en la universidad, cuando éramos archienemigos y yo tenía una conquista que se puso celosa cuando le ofrecí el aventón a Rouse (ya que habíamos quedado en una misma clase). Habíamos comenzado a entablar una relación mucho más cordial en ese entonces, pues conversábamos mucho en el camino, pero, para ese entonces, aquella novia parecía no agradarle aquella cordialidad. 

Y con justa razón.

 Nunca la juzgué por sus celos porque estaban más que justificados. Ella era una chica con la que me divertía.

 Rouse, por otro lado, era la chica que me enloquecía en todos los malos y buenos sentidos. 

Sin embargo, aunque era una chica para pasar el rato, respetaba la relación que teníamos y accedí a no llevar a Rouse ese día. Desde ese momento, no hubo fuerza que lograra que Rouse volviera a aceptarme un aventón. Lo bueno de aquello es que caminar diez kilómetros dos veces a la semana le hizo muy bien a sus piernas. 

Pero ese no era el punto al que quería llegar. No. El meollo de la anécdota, radicaba en mi perturbación.

Que Rouse me pidiera fotografiarla era, literalmente, que la rosa abriera sus pétalos.

Un suceso que iba más allá de la utopía misma. 

Y, sin embargo, me encontraba en el auto, camino a una sesión fotográfica, con Micael y Cindy como mis asistentes y Rouse como mi modelo.

Mi modelo.

El solo pensamiento me revolvió las entrañas.

 Escoger a dos preadolescentes como asistentes de fotografía no parecía lo más sensato, pero eran las personas en las que Rouse más confiaba. Sabía que se sentiría cómoda con ellos y de eso dependía el éxito de aquella sesión fotográfica.

La miré de reojo. Su perfil era perfecto, al igual que su maquillaje. Sería hipócrita decir que me gustaba sin maquillaje. Sus ojos verdes parecían cobrar más fuerza y ferocidad con las sombras y el delineador oscuro y sus labios gruesos y simétricos se veían mucho más sensuales con el labial. 

No obstante, había un pequeño detalle en aquel labial.

Existía un minúsculo detalle que había notado desde hacía muchos años y que, de hecho, nunca le dije. 

Los colores de labiales favoritos de Rouse eran de la escala de rojos cereza. Podía saber cuál era el estado de ánimo de Rouse con solo ver su boca. En aquel entonces, amaba cuando usaba el labial de cereza tropical, no solo volvía sus labios más apetecibles y me hacía querer tener sus marcas por todo el rostro, sino que también era señal de que se sentía segura de sí misma, que estaba feliz y dispuesta a llevarse el mundo por delante, porque era el labial que más adoraba.

También era la razón por la que yo detestaba el color cereza Sue, un amarillo sonrojado que Rouse solía usar cuando tenía el peor estado de ánimo o bien cuando se sentía muy insegura y creía que aquel era el tono adecuado para “agradar”. Era un labial que usó contadas veces, pues nunca acostumbró a querer agradar a las personas.

Era el labial que estaba usando justo en ese momento.

En cuanto la vi, supe que algo iba mal. Sin embargo, preferí no decir nada. 

Ya no teníamos ese grado de confianza.

Cuando se sinceró conmigo, nuevamente me tomó por sorpresa. Estaba lidiando con una Rouse que no conocía.

Y eso estaba trastocándome más de lo que había imaginado. 

  Admito que me enfureció el hecho de que quisiera agradarle al dichoso Orlando, pero al escuchar sus inquietudes y ver que realmente buscaba ser del agrado de sus propios sueños, mi corazón se oprimió. 

Se encontraba ensimismada en sí misma, con la mirada perdida.

Conocía esa mirada.

Ella realmente deseaba, con todo su corazón, abrir ese local y enseñarle a esos niños. La idea de no poder lograrlo, la estaba consumiendo por dentro.

Sentí un escalofrío recorrer mi espina dorsal al verla así.

Rouse, sin querer, estaba dando golpes certeros en lugares donde no había puesto protección, precisamente porque nunca imaginé que tendría semejante ofensiva; una en la que ella bajaba sus propios escudos.




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